Le temblaban todavía el puño
izquierdo y la mandíbula inferior; No sabía si a causa de la emoción o del
enfrentamiento. Hijitus aún tenía miedo de que hubiera algún testigo, aunque
todo había sido demasiado rápido.
Fue al baño y se quitó el
traje azul. Se paró desnudo frente al espejo. Le daba bronca tener esa buzarda
vulgar, producto de los años de inmovilidad venidos encima junto con sustanciosas
cantidades de cerveza. Se acarició la barba, pensativo. Si estuviera en forma
habría esquivado esa bala. En cambio, el yuta había tirado y él solamente
alcanzó a cubrirse la cara, como una maricona. Tuvo suerte; la bala apenas le
rozó la mano izquierda.
Se metió en la ducha, no sin
algo de dificultad. Con la cabeza bajo el agua imaginó su propio identikit
dando vueltas por todos los noticieros, y a todo el mundo diciendo “¡pero si
ese es Hijitus, el del sombrero sombreritus! ¡Es un asesino de policías!”.
Había cruzado a Melián en
una calle de tierra, oscura. No había señales de vida dentro de las precarias
construcciones que se levantaban tristemente alrededor. ¿Por qué estaba Melián en
ese lugar? No lo sabía. Había estado siguiendo su auto durante casi dos horas y
el tipo terminó metiéndose ahí. Sin dudas Hijitus no iba a desperdiciar la
oportunidad.
El recorrido sospechoso del
cana lo envalentonó. Cualquier cosa que un agente estuviera planeando a esas
altas horas de la madrugada, fuera de servicio, y en un lugar como ese, no
podía ser nada bueno.
El Volkswagen Gol, gris,
había aminorado la marcha en esa esquina para pasar un pozo interminable lleno
de agua y basura. La tarde anterior había estado lloviendo. No era fácil
transitar por ahí. Por eso Melián, que iba muy concentrado en el estado del
camino, tardó en ver que Hijitus se había parado frente al auto, en medio de la
calle, a poco más de diez metros.
Primero Mosconi, después
Rubio. Fue lo que pensó Melián cuando finalmente levantó la vista y se encontró
con Hijitus bajo la luz de los faros. Así que fuiste vos, hijo de puta. Tenía
el chumbo entre los huevos; lo agarró con un manotazo rápido e imposible de
adivinar desde fuera y puso el dedo en el gatillo.
Anduvo unos metros más, todavía,
mientras Hijitus permanecía de pie, inmutable. Era un blanco fijo. En un solo
movimiento, Melián apagó las luces del auto, abrió la puerta, saltó a la calle
y, antes de tocar el suelo, tiró.
Después de rodar por el piso
y embarrarse hasta el ojete, dio un salto y buscó con la mirada a su enemigo.
Ahora estaba todo demasiado oscuro, pero parecía que Hijitus no estaba en el
suelo. Había fallado. Corrió agachado hasta el auto, que había seguido andando
hasta golpear un tronco al costado de la calle, y temblando como un pichón
mojado se metió dentro.
Le costó meter la llave para
hacerlo arrancar. Estaba a punto de ponerse a llorar y empezó a putear en voz
alta. Sobre todo a Hijitus, pero también a su propia madre. Cuando por fin
pudo, el motor se encendió y al mismo tiempo las luces. Entonces vio, por un
segundo, a Hijitus en el asiento trasero. Tenía barro en la cara.
-La concha de tu madre.- Le
dijo Melián.
El derechazo de Hijitus fue tan
fuerte que la cabeza del cana dio contra la ventanilla, rompiéndola. Los
vidrios no terminaban de estallar cuando le rodeó el cuello con un brazo, y
tres ó cuatro golpes en el medio de la cara lo dejaron fuera de combate.
Hijitus lo arrastró afuera
lo más rápido que pudo. Lo tiró a un costado, le sacó el arma de la mano (que
todavía tenía agarrada con fuerza) y, aunque el otro estaba inconsciente, le
disparó tres veces en el pecho. Luego una más en la boca, sonriendo
Echó a correr en seguida, a
supervelocidad. Tropezó en la esquina, pero se levantó, se sacudió las
rodillas, y siguió, aunque miró hacia atrás un par de veces, para ver si
alguien lo estaba mirando, pero no vio a nadie.
Más tarde, la primera en enterarse que algo andaba mal fue Liz, una travesti de Caraza que estuvo esperando a Melián durante una hora, en la esquina de siempre. Todos los miércoles Melián la llevaba hasta su casa. Ella también lo quería.
Más tarde, la primera en enterarse que algo andaba mal fue Liz, una travesti de Caraza que estuvo esperando a Melián durante una hora, en la esquina de siempre. Todos los miércoles Melián la llevaba hasta su casa. Ella también lo quería.
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