viernes, 15 de julio de 2016

Capítulo 3. Tercera parte

Alejandro Rubio salió por la puerta de la comisaría y caminó unos pasos hasta su Fiat Siena modelo 2010. Era una mañana soleada y había terminado su turno después de una noche quieta y aburrida. Generalmente odiaba esas noches; Se hacían largas, inútiles. Se pudría de tomar mate y jugar a las cartas. Mucho más le gustaba salir a la calle y buscar algo que hacer. Tener una orden que le evitara el tedio de pensar por qué carajos estaba perdiendo el tiempo ahí. No. No le gustaba andar preguntándose gilada. Prefería la acción, sin ninguna duda. Algo que le hiciera mover el culo y correr, el eco de un tiroteo en una esquina desolada a mitad de la madrugada. Los gritos. La emocionante canción de unos pies que huían por el asfalto, la respiración agitada de alguien escondido detrás de una columna, la de un cuerpo desplomándose en el cordón de una vereda.
Generalmente prefería esas noches llenas de muerte y de vida antes que la quietud amarga y fría de una jornada tranquila dentro de la comisaría. Pero esta vez no. Recién hacía una semana que el cadáver de Mosconi había aparecido en un galpón en el culo del mundo, y el personal todavía no se recuperaba. Eran días de zozobra, de recogimiento. Muchos habían estado pensando en sus propias familias. Otros habían pensado incluso en sí mismos. La prensa los había estado acosando y la moral y el estado de ánimo general estaban por el suelo. Un fiscal había estado dando vueltas. Les había hinchado las pelotas a todos con preguntas. Estaban cansados. Querían colaborar pero no había espacio en sus pobres almas para eso. Parecían aniquilados.
Algunos, como Domínguez y Melián, elegían la calle. Alejandro los entendía; por un lado no era mala idea alejarse un poco, meter la cabeza en otro lado. Hablar con la gente afuera, pelearse un poco. Pero a él le costaba un poco más arrancar. Cada vez que se planteaba la posibilidad de salir, se le venía a la cabeza la imagen de su hijito de tres años, en brazos de Claudita, y la de él mismo, en el lugar de Mosconi, cagado a palos y reventado en un galpón roñoso al fondo de Merlo. Ese temor lo invadía desde adentro y lo paralizaba. Podría cagarse encima si un ataque así le daba estando afuera. Se había decidido a esperar. Después de todo, el cagazo no podía durar para siempre.

Sentado al volante, con el sol pegándole de costado, pensaba en esta situación y le entraban ganas de llorar. Por eso no le agradaban esos momentos sobrios, lentos. Porque eran al pedo; un hilo de pensamientos inoportunos lo atravesaban y era incapaz de controlarlos, y todo lo que obtenía de ellos era una sensación de mierda que en seguida quería sacarse de encima.
Los ojos se le ponían vidriosos. Golpeó el volante un par de veces. Se mordía el labio inferior. Se rascó una oreja y aceleró. Quería llegar a su casa cuanto antes; estar con su hijito y con la Claudia. Antes, podía pasar por una panadería, comprar media docena de facturas. Casi siempre se iba a dormir directamente después de cruzar la puerta. Pero hoy no. Hoy se quedaría despierto. Hablaría con su familia. O aún mejor: escucharía a su familia. Lo que Claudia tuviera para contarle (¿se habría amigado con su hermana?); lo que el enano le contara sobre sus nuevos juguetes. Esta mañana, este día, sería para ellos.

Estaba llegando a Puente Pueyrredón cuando un diminuto punto azul en el cielo llamó su atención, desviando el curso de sus ideas. Era un punto azul brillante que se movía lentamente a un lado y a otro, y parecía aumentar gradualmente de tamaño. Recordó a su primo Horacio, que había querido entrar en el ejército para estudiar el fenómeno OVNI. Qué tipo boludo ese Horacio. ¿Pero era eso que estaba viendo un puto OVNI?
La verdad es que no tuvo mucho tiempo para considerarlo. En seguida la figura fue creciendo, y comenzó a verla en más detalle. No parecía un algo, sino un alguien. Entrecerró los ojos para enfocar la vista y pudo verlo con claridad: Un tipo  barbudo con mirada de lince, volando, extendiendo ambos brazos hacia el horizonte, con una hélice diminuta en lo más alto de su cabeza y una capa, por detrás, que flameaba frenéticamente a gran velocidad.
Pensó en frenar el auto y bajarse, pero entonces descubrió lo que estaba sucediendo: Hijitus iba directamente hacia él, rumbo a hacerse mierda contra su auto. Era el asesino de Mosconi, y también el suyo.

Entonces pisó aún más el acelerador, se abalanzó sobre el volante, firme, y cuando se hubieron acercado lo suficiente, intentó el volantazo hacia la izquierda, pasándose a la otra mano. Fue tarde. Hijitus intuyó la maniobra y se le metió directamente por el parabrisas, a la velocidad de una bala, partiéndolo en dos. Luego salió por la ventana de atrás sin detenerse y levantó vuelo una vez más. Se perdió en lo más alto del cielo.



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