Problemas
con la ley
Eran las dos de la mañana y el
televisor había quedado encendido. Hijitus estaba tirado sobre el sillón. Se
había dormido sin querer. El control remoto colgaba de su mano y en el suelo,
junto a sus pies, se calentaba una botella de licor de durazno. El calor le
había obligado a quitarse la remera, el pantalón; el sombrero hacía ya mucho
tiempo no lo usaba. Hijitus roncaba. Había migas de papas fritas pegadas a su
barba.
Eran las dos de la mañana cuando
sonó el teléfono. Lo escuchó desde el fondo de algún sueño que en seguida
olvidó. Hacía varios meses que no recibía un solo llamado. Por eso permaneció
inmóvil un momento, observando el aparato, oyendo el timbre como si del otro
lado lo estuviese esperando la muerte para indicarle alguna cosa, para romperle
las pelotas como tantas otras veces.
Oyó el timbre, miró el aparato, y al
cabo de un rato de permanecer inmóvil, se pasó la mano por la cara, se puso de
pie, se acomodó el bulto dentro del bóxer y se tambaleó, lentamente, hasta alcanzar
el tubo. No contestó, no dijo nada. Esperó a que la voz llegara del otro lado.
-¿Hijitus?- Era una mujer. -¿Estás
ahí? ¿Hola?
Le pareció reconocerla, pero no
podía creerlo. Puso el auricular delante de sus ojos para comprobar si en
verdad la voz salía desde ahí. Sentía como si aún no hubiera despertado del
todo. Luego se acercó una vez más el tubo a la jeta.
-Vieja, ¿sos vos?- Dijo.
Hubo un silencio y la mujer rompió
en llanto.
-¡Si, Hijitus! ¡Sí! ¡Soy mamá!
Como no podía creerlo, estuvo a
punto de colgar. Fue un instante, un impulso. Terminé de volverme loco, pensó.
Tomé demasiado licor de durazno, quizás.
-¿Qué pasó, vieja? ¿Dónde estás?
La tipa no podía dejar de llorar.
-Tenés que venir, Hijitus.- Le dijo.
- Es Pichichus. Se murió. Pichichus se murió.
Es el final, pensó, y en seguida
recordó, sin quererlo, sin saber cómo, la noche del último 3 de abril, cuando
acudió al llamado del nuevo comisario de Berazategui. Había problemas en Puente
Viejo con dos pendejos armados. O eso le habían dicho. Pero cuando llegó al
lugar ya era tarde. Tres policías estaban tirando a uno de los pibes al río.
Esposado. Al otro no se lo veía por ningún lado. Observó toda la escena desde
el aire, mientras volaba acercándose al lugar. Primero le metieron una buena
trompada en el estómago, después una patada en el culo, y a la mierda, lo
tiraron así nomás, como a una bolsa de papas.
Volvió a su casa sintiendo cómo el
viento arrancaba las lágrimas de sus ojos. Una náusea feroz le daba vuelta el
estómago. Agarró la botella de Criadores, se desnudó en el baño y se metió en
la ducha. Pensaba que tenía que matar a esos tres canas, él, que siempre había
sido un fiel servidor, un ayudante incondicional de la institución policial.
Matar a tres de ellos.
Bebió durante una hora, apoyado
contra la pared, dejando que el agua tibia le corriera por el rostro. Al cabo
oyó un movimiento en la puerta del baño y se asomó por detrás de la cortina.
Era Pichichus, que iba a cuidarlo.
***
A eso de las cinco de la tarde entró
en la oficina del comisario Mosconi. El tipo estaba sentado detrás de su
escritorio, esperándolo con una sonrisa en el rostro y un 38 en el cajón de la
derecha. Era un yuta cabronazo, de esos con los que no se jode. Debía medir
metro noventa, el cabello negro y espeso como la noche engominado hacia atrás.
Mostacho stalinista pasado de moda y gesto cansado en los ojos. De la boca le
pendía al borde un cigarrillo.
En cuánto difería de su viejo amigo
el Comezario del pueblo (que en paz descanse), eso Hijitus ya lo sabía; había ido
para comprobarlo.
-Comisario, necesito los nombres de
los tres oficiales que estaban anoche en Puente Viejo, cuando usted me pidió ayuda.
-Pasá, Hijitus, sentate. Ponete
cómodo. ¿Querés tomar algo? ¿Un café? ¿Agua? Por ahí te vendría bien algo más
fuerte. ¿Un whisky?
Hijitus dijo que no. Nunca tomaba
enfrente de otros; no quería que se sospechara públicamente de su afición. El
comisario volvió a señalarle el asiento.
-Solamente necesito esos tres
nombres, Mosconi.- Respondió sin hacerle caso. -Me da esos tres nombres y yo no
lo jodo más.
El otro aplastó el cigarrillo en el
cenicero y sonrió.
-¿Qué pasó, Hijitus? ¿Para qué los
querés?
Hijitus se apoyó con ambas manos
sobre el escritorio y bajó la voz.
-Esos tres, tiraron dos pibes al
río, Mosconi.
El comisario, sin moverse, transmutó
de pronto su rostro en una roca. Era una mirada impenetrable que se le clavaba
en el entrecejo como la punta de una estalactita.
-Esa es una acusación muy jodida, Hijitus.
No estoy seguro de que pueda dártelos, ¿sabés? No sé si me gusta la idea de que
vengas así nomás a romperme las bolas.
-Tienen que pagar.
-Esos pendejos eran dos bolsas de
mierda adictos al paco. Se la pasaban jodiendo al prójimo. Nosotros solemos
ayudar a esos guachos, los protegemos. Pero estos dos pelotudos no se querían
dejar.
-O sea que no querían afanar para
ustedes.
Mosconi abrió lentamente el cajón de
la derecha y sacó el chumbo. Mirándolo a los ojos, lo apoyó suavemente sobre el
escritorio.
-Mirá, amigo.- le dijo. -Nosotros
estamos laburando. No tenemos superpoderes, ni superamigos, ni la concha de la
lora. Somos laburantes. -Remarcó sílaba por sílaba aquella última palabra. Hizo
una pausa y luego siguió: -Cada quien hace su lucha, Hijitus. Vos dejanos a
nosotros la nuestra, porque sino, por los dos fiambres de anoche, vas a tener
que responder vos. No estoy solo en esto, fufú, así que no hagas ninguna
boludez porque el chucuchucu te lo vamos a meter en el orto. ¿Entendiste?
Salió de la oficina mientras el otro
todavía le hablaba. La situación era tan delicada como esperaba.
***
No tuvo que pensarlo más que esa
noche, recordaba ahora mientras su vieja sollozaba al otro lado del teléfono,
como si llamara desde otro planeta. A la mañana siguiente agarró al animal, le
dijo vení, Pichichus, vamos a dar una vuelta. Lo subió al Renault 12 y encaró
para la ciudad.
-Tengo que hacer algunas cosas- Le
explicó durante el viaje - y no puedo con vos al lado mío.
Pichichus lloriqueaba, mirando por
la ventanilla del acompañante. Quizás le doliera la incertidumbre, no saber lo
que pasaría con él. Pero sin duda su mayor tristeza era esa repentina
separación. Desde que se habían mudado a ese barrio de mierda Hijitus ya no era
el mismo. Puteaba, chupaba whisky. Pero nada le hubiera indicado al Pichichus
que el final de aquella amistad incomparable estaba a la vuelta de la esquina,
porque entre ellos nada había cambiado ni parecía que fuese a cambiar nunca.
Algo muy grave debía haber sucedido.
Antes del mediodía hicieron el
traspaso. El sol en las calles de Devoto les pareció pobre y gastado. Hijitus
le dio unos mangos a su vieja, a cuenta de los gastos del perro. Le dijo que
iba a mandarle guita todos los meses, para que ella no tuviera que hacerse
cargo, y para asegurarse de que al animal no le faltara nada. Ella le contestó
que no se preocupara.
Pero Hijitus no podía preocuparse;
Tenía asuntos muy pesados que atender. Le dio una última y rápida caricia al
perro, justo en la cabeza; le dijo que volvería por él.
-Hijitus, ¿estás ahí?
-Si, vieja.
-¿Por qué, mi amor?
-¿Por qué, qué cosa?
-¿Por qué nunca viniste a verlo?
Hijitus se mordió el labio inferior
para no llorar.
-Porque soy un cagón, viejita.
Del otro lado se intensificó el
llanto de la madre. Él alejó el tubo para no escuchar. Si seguía escuchando, se
quebraba. Siempre se quebraba. Siempre. El sueño volvía, su vieja lo seguía
llamando. No había forma de escapar, porque Pichichus moría todas las noches en
forma de sueño.
Con el tiempo había cambiado el
whisky malo por el licor de durazno, creyendo que quizás la borrachera le
indujera aquellos recuerdos y esa culpa. Pero la culpa no se iba. El licor
tampoco. Se habían ido todos. Pichichus, su vieja, Larguirucho, Oaky. Hasta él
mismo se había ido. Excepto por el licor y la culpa, no había quedado nadie.
Se castigaba, desde hacía meses,
comiendo mierda frente al televisor y dejando que el tiempo se lo llevara.
Desde la muerte de Pichichus, incluso desde antes, cuando descubrió que no se
animaba a matar a Mosconi (aunque debía), había perdido el rumbo por completo,
y lo sabía.
En la tele estaban pasando un
partido del Barça, una repetición. Se
pasó la mano por la cara y se sacudió las migas de papas fritas que le colgaban
de la barba. Miró en dirección del teléfono. Estaba ahí, quieto, lejos, en
silencio.
Cuando se paró, pateó sin darse
cuenta la botella y la derramó sobre la alfombra. La miró, dubitativo, y la
dejó allí. Luego apagó la tele, dejó el control remoto encima y se dirigió a su
cuarto. Era una noche calurosa. Quizás fuera la última.
***
El comisario Mosconi, que supo ser
un verdadero guapo en el arte de torturar gente, no podía creer que un ciruja
malagradecido lo tuviera encanutado en un galpón roñoso, perdido vaya a saber
uno en qué barrio mugriento del conurbano bonaerense.
De vez en cuando, sin que nada más
se oyera, le llegaba un rumor de camiones atravesando una ruta. Parecían estar
lejos, pero probablemente fuera esa su única conexión con el mundo real, y su
única salida.
Atado de pies y manos, cagado y
meado encima, el comisario Mosconi yacía semiconsciente sobre una silla de
metal a la cual se encontraba sujeto.
Recordaba, mientras tanto, las
épocas de oro, cuando era él quien repartía los palos. Él sí que conocía el
oficio. Hijitus, en cambio, no tenía pasta para esto. No sabía administrar la
fuerza. A veces lo golpeaba tan fuerte que terminaba desmayándolo,
interrumpiendo el proceso de extracción de datos.
-Vas a darme los nombres de esos
tres hijos de puta.
-Chupame la pija, Hijitus.
Un golpe en la cabeza y el comisario
era puesto a dormir por un buen rato.
-Ya te lo dije, Pijitus. Parece que
no entendiste. Yo no estoy solo. Si te doy esos nombres, estoy muerto. Hay
gente mucho más poronga que vos y yo metida en todo esto.
-Si no me los das, también vas a
estar muerto.
- Vos no podés matar a nadie, gil.
No tenés huevos.
Y quizás fuera
cierto. Hacía una semana que lo tenía secuestrado, y todavía no había logrado
sacarle nada. La sola idea de recurrir a la mutilación hacía que la presión le
bajara dejándolo blanco como la leche. ¿Cómo haría cuando tuviera que meterle
un balazo en la cabeza?
Tiempos de rosas rotas
-Boludo, conozco mucha gente; pero
son todos de acá. Con zona sur no tengo nada que ver. Ese tal Mosconi que me
decís, la verdad es que no lo registro, pero si querés te averiguo: seguramente
alguien pueda tirarme una data. ¿Podés aguantar hasta el viernes?
-Sí, claro. Gracias, Oaky. Cuento
con vos entonces. Un gusto volver a oírte.
-El gusto es mío, Hijitus. Aunque
siempre supe que un día volveríamos a hablarnos. ¿Tus cosas cómo andan?
Hijitus quería colgar. No le
agradaba demasiado la idea de reavivar la relación con su viejo amiguito, ahora
devenido en la cabeza de una exitosa firma de abogados.
-Bien.- Le contestó. –Pichichus está
con mi vieja hace unos días. No quiero meterlo en este quilombo.
-Claro, seguro.- Concedió Oaky.
-Desde que vinimos a la ciudad la
cosa se puso bastante fulera.
Oaky rió.
-Y si- dijo. -Acá no es lo mismo que
allá, cabeza. ¿Cuándo se vinieron?
-Hace un par de años, cuando murió
el Comezario, allá en el pueblo.
-¿Vas a volver?
-No lo sé. Probablemente. Cuando
pase todo esto.
Hijitus se dio cuenta de que estaba
soltando demasiada información. Después de todo, hacía muchos años que no se
hablaban y no sabía si podía confiar en él. No después de todo lo que había
pasado.
-Esta ciudad no es para todos,
Hijitus. Te va comiendo por dentro. Si no encontrás la forma de sobrevivirla,
te tenés que rajar. Si ya te diste cuenta, hacelo cuanto antes. Después va a
ser demasiado tarde. Además, no podés comparar toda esta locura con nuestro
querido pueblito. Quién te dice, quizás hasta yo me vuelva para allá.
-Tu viejo, ¿cómo anda?
Oaky volvió a reír.
-El viejo Goldsilver.- Y reía. –Es
indestructible ese hijo de puta.
Colgó y le quedó un sabor amargo.
Pensó que podía ser un poco la nostalgia de su pueblo, de Trulalá, el recuerdo
del Comezario, de Goldsilver; el recuerdo de todo lo que había desaparecido. El
de la vecinita de enfrente.
Estaba seguro de que su viejo amigo
tampoco se habría olvidado. Esas cosas no se olvidan. Pero no podía asegurar
con la misma facilidad que Oaky le guardara aún algún rencor por toda aquella
historia. Al fin y al cabo se reducía a un ya lejano problema entre
adolescentes, a una mega boludez del pasado.
Sin embargo, aquel rollo entre tres
pendejos calentones había sido suficientemente grave como para que nunca más
volvieran a hablarse. Hijitus lo sabía, aunque quisiera engañarse creyendo que
se trataba de una nimiedad. Era una mega boludez muy grave, de esas que dejan
marcas.
Él mismo -pensaba después de hablar
con Oaky, mientras se preparaba un sánguche de queso y tomate para la cena- se
había descubierto pensando en la vecinita de enfrente durante todos esos años.
Largos años de volver a aquel drama ridículo y a aquel amor.
Primero veía a la vecinita en la
puerta de la mansión de los Goldsilver, con su jumper del secundario, dos
colitas de pelo rojo, un chupetín en la boca y la carpeta y el libro apretados
contra el bléiser a la altura del pecho. Todavía le hervía la sangre como a un
toro en la arena cuando evocaba aquel cuadro.
Y sus piernas, como de marfil, las
medias azules por las rodillas, los ojos de toda Trulalá metidos debajo de su
pollera.
Oaky la paseaba por todos lados y
ella iba siempre callada. No parecía ser feliz junto al hijo del millonario del
pueblo, e Hijitus sospechaba que los padres de la chica favorecían y hasta
forzaban la relación por conveniencia económica.
Goldsilver, que era un tipo siempre
tan correcto, no parecía oponerse a esta fantochada, quizás para no granjearse
el rechazo y el odio de su único heredero. Pero lo cierto es que en cierta
ocasión, durante una cena de Navidad que la acaudalada familia brindó en la
plaza de Trulalá, Hijitus lo descubrió mirándole el culo a la piba con impune
alevosía.
No dijo nada, pero a los pocos días
la encontró casualmente a la salida del colegio, llorando en el cordón de la
vereda a unas pocas cuadras de su casa. Se acercó a ella y le preguntó si podía
sentarse a su lado.
-Vos sos muy bueno, Hijitus.- Le
dijo ella, pasándose un pañuelo por los ojos. -Pedís permiso hasta para
sentarte.
-Lo voy a tomar como un cumplido- Le
respondió entre risas, y se sentó.
Pero la piba no sonrió siquiera. En
cambio, le dirigió una mirada profunda, secreta, destructiva.
-Mis padres insisten en que debo ser
la novia de Oaky porque su familia tiene plata, pero a mí me gustás vos,
Hijitus. ¿Por qué mierda vivís en un caño?
-Yo… no sé…
-Quiero decir, no te enojes, pero
siempre estás ayudando a todos. Todo este pueblo se vendría abajo si vos no
estuvieras, y nadie te da nada a cambio. No te pagan, no te ayudan. Y vos
seguís al servicio de ellos.
Hijitus no sabía qué decir. Quiso
darle una respuesta coherente que justificara su miserable pobreza, pero antes
de que pudiera darse cuenta, la piba se le tiró encima y le comió la boca.
Sintió el gusto a chicle de frutillas y a los diez segundos tenía la verga tan
dura como un lingote de oro.
-Vamos a mi casa- Le dijo, y ella
aceptó.
Alguien (nunca supo quién) debió
haberlos visto, porque al otro día todos en Trulalá se habían enterado.
***
Si uno le preguntaba a Hijitus cuál
era su idea del amor, él respondía que los era el motor que movilizaban los
sentimientos de amistad y justicia. Tardó en descubrir que ambas cosas no
pueden ir de la mano, que no se puede ser fiel a los amigos y justos con ellos
a la misma vez.
¿Por qué traicionó a Oaky? Durante
mucho tiempo Hijitus protegió su propio ego pensando que su amigo se merecía lo
que le había pasado, por egoísta y por pelotudo. Decía que haberse acostado con
su novia fue lo mismo que impartir una especie de castigo. Oaky tenía que
aprender la lección: su novia, y las demás personas, no eran objeto de su
posesión.
Evidentemente Oaky no era de la
misma opinión.
Lo que sucedió después precipitó los
acontecimientos. Oaky fue hasta el caño donde vivía Hijitus, al grito de ¡lompo
lalma!, y quiso pelear con él. Era la mejor época para Súper Hijitus.
Atravesaba su sombrero de linyera y se convertía en una bola de músculos capaz
de aboyar la coraza de un submarino nuclear. La paliza que recibió Oaky no duró
ni un minuto. Por suerte para él, enseguida intervino el Comezario y lo hizo
repimporotear para el calabozo.
Al día siguiente Goldsilver pagó la
fianza y se lo llevó a la ciudad, lejos del escarnio público. Nunca más
volvieron al pueblo.
Un tiempo después, Larguirucho logró
que Hijitus recapacitara un poco. Solamente un poco. Le dijo que a los amigos
esas cosas no se les hacen.
-Primero le zarpaste la novia y
después lo cagaste a trompadas. Y encima lo metieron en cana.
-Sí, Larguirucho, pero el Oaky
estaba haciendo muy mal las cosas. Alguien lo tenía que parar.
-Y en vez de ir a hablar con él, lo
mejor que se te ocurrió fue ir y garcharte a su novia.
Hijitus sabía que el tipo tenía
razón.
-Yo no fui. Ella vino.
-Y yo no te vi salir corriendo. Sos
un garca, loco.
En ese momento no le preocupó que
Larguirucho se las tomara, casi llorando, ofendido. Siempre volvía. Era medio
boludo. Pero era buen amigo.
Hijitus se quedó pensando un tiempo,
al cabo del cual le mandó una carta intentando explicarse y, de alguna manera,
disculpándose, pero Oaky nunca le respondió. La vecinita de enfrente y sus
padres también se fueron del pueblo, perseguidos por los murmullos y las
acusaciones de las vecinas más ladinas. Algunos dicen que se mudaron a Ramallo;
otros, a Lincoln. Pero la verdad es que a nadie dijeron adónde.
La noche del viernes, tres días
después de haber contactado con Oaky, Hijitus esperaba su llamado. Afuera una
luna gorda y redonda alumbraba las calles de tierra, donde el aire mezclaba el
aroma de los jacarandaes con el de lejanos basurales y la mugre de las veredas
imaginarias.
Para matar el tiempo, se empeñaba en
un solitario con cartas españolas sobre la mesa ratona del living, que era, a
decir verdad, un cajón de verduras. Lo rodeaban colillas de cigarrillos y bollos
de papel. Una botella aquí, otra allá. Todas vacías excepto la que estaba junto
a él.
Hacia las doce comenzó a dudar de la
promesa de su amigo, pero apenas pasada la medianoche sintió un auto doblando
en la esquina. No supo por qué, pero enseguida entendió que era para él. Saltó
del sillón, apagó las luces del frente y se escondió detrás de la persiana,
logrando espiar hacia afuera por entre las rendijas de abajo, en cuclillas.
El coche fue aminorando la marcha a
medida que se acercaba. Parecía que venían estudiando el frente. Hijitus
observaba con desconfianza. Se lamentaba, por un lado, de que Pichichus
estuviera tan lejos; en estas situaciones podía mandarlo a investigar los
movimientos de afuera. Pero sabía que era mejor así. Que estuviera a salvo.
Esto no era como sus viejos días en el campo. Sólo ocurría que lo extrañaba más
que a nada en el mundo.
Sin saber bien qué hacer, se refugió
lo más que pudo contra la pared, oculto detrás de la persiana, y esperó. Afuera
el viento latía en silencio, impregnando la noche con un ligero aroma a
peligro. Hijitus sintió un extraño dolor en la entrepierna, la sangre
atorándosele en el cuello. Sentía, como nunca, que la muerte era una amenaza
real.
De pronto el aire se cortó en un
estruendo y saltó en pedazos. Una ráfaga de ametralladora hizo volar los
vidrios de las ventanas. Las paredes estallaban por todos lados. Fragmentos
arrancados se rompían por todas partes.
Hijitus se arrojó al suelo
instantáneamente y se cubrió la cabeza. Le parecía incluso oír el silbido de
las balas pasando a pocos centímetros de distancia. Le dolía, por todo el
cuerpo, la impresión de estar siendo lacerado por miles de pequeñas astillas de
vidrio.
Fueron unos segundos, apenas, pero
sintió como si un trueno no terminara nunca de caer encima suyo. En seguida se
detuvo, sin embargo, y en la quietud emergente escuchó que alguien gritaba:
-¡Hijitus y la concha de tu madre!
No supo quién era.
***
No me animaba, Pichichus, a
restablecer la justicia. Me pesaba la mano para impartirla. Porque en el
pueblo, allá era muy fácil. Pero acá, Pichichus; vos viste cómo era acá. La
gente tiene tantas necesidades, pero casi todas son falsas. Nadie puede decir
con certeza qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, si es que puede
establecerse realmente lo que está bien y lo que está mal en este mundo.
Allá, en Trulalá, la vida era simple
y la labor de la justicia, por ende, más sencilla. El Comezario era un tipo con
criterio en el que todos confiábamos. Por eso nunca dudé en brindarle mi ayuda.
Hacer las cosas bien consistía en mantener el orden y acatar la ley, encarnados
en su figura. Si no queríamos que reinara la anarquía, simplemente debíamos
obedecerle.
Acá, un pibe le arrebata el teléfono
celular a un tipo en la calle. Antes de llegar corriendo a la esquina, lo
agarran entre cinco -incluido el dueño del teléfono- y lo revientan a golpes.
¿A quién se supone que debo castigar? ¿Al pibe? ¿A los tipos? ¿Al dueño del
teléfono? ¿Quizás a los padres de todos ellos? ¿O al fabricante? La brutalidad
no es injusticia, Pichichus; es ignorancia. ¿Cómo se castiga al bruto, al
ignorante, al alienado? ¿Hay que castigarlo?
El comisario Mosconi, ese hijo de
puta, ¿de qué crimen se supone que lo acuse? De encubrimiento, de corrupción,
de asociación ilícita. ¿De asesinato? Y sin embargo, Pichichus, no podía dejar
de verlos como oficiales de la ley. Porque en esta ciudad, querido amigo, la
brutalidad y la ignorancia son ley. Acusarlo de encubrimiento, de corrupción,
era casi como acusarlo de sobrevivir. ¿De asesinato? Yo no lo vi tirando a
nadie al río. Y sobrevivir no puede ser un crimen.
Por eso tardé, Pichichus. Tenía al
comisario en ese galpón, sabía que su gente lo buscaba, que el tiempo era
determinante, pero no sabía que vos ibas a morirte. Porque entonces sí, amigo;
Hubiera ido corriendo a tu lado para abrazarte, para decirte que no te había
olvidado. Pero la puta madre, Pichichus. Sí; sí lo había hecho.
***
Era una noche de lluvia, pero de
esas lluvias chiquitas, molestas. El frente de la comisaría lucía tranquilo,
con dos patrulleros en la puerta y un hombre, de civil, que fumaba un cigarro
en la entrada.
Hijitus, a la distancia, intentó
reconocer si se trataba de uno de los policías del puente, pero no tenía forma
de hacerlo. Su recuerdo era vago; apenas había alcanzado a verlos. Y ahora
estaba tan lejos como aquella vez.
Secuestrar al comisario en la puerta
de la comisaría no parecía un plan brillante. Pero después de que atacaran su
casa comprendió que haber acudido a Oaky para obtener información había sido un
error grosero de su parte.
¿Quién, sino ese enano hijo de puta,
podría haber puesto al comisario sobre aviso? Oaky Goldsilver lo tenía
que haber traicionado, y todo por una antigua historieta con una minita que ya
no le importaba a nadie.
Oaky y la puta que te parió, pensaba
Hijitus ahora, escondido detrás de un árbol, vigilando la entrada de la
comisaría. Le parecía que la traición de su viejo amigo era, en relación con la
suya propia de tantos años atrás, mucho más grave y peligrosa.
Mientras observaba unos autos
estacionados sobre el cordón de la vereda, a unos metros del edificio, pensó
por trigésima vez, sin embargo, que existía la posibilidad de que Oaky no
hubiera hablado con Mosconi, de que tal vez este último hubiese actuado por su
cuenta simplemente para enviarle un mensaje, una amenaza, volando todas las
ventanas del frente de su casa.
Uno de esos autos debía ser el del
comisario, lo sabía. Tenían lindos autos esos hijos de puta. Al cabo de un rato
Mosconi salió con una llave en una mano y un pedazo de torta en la otra. Debían
haber estado festejando un cumpleaños.
Con pasos largos y seguros se
dirigió hacia un Chevrolet azul marino cuyas luces se encendieron por un
instante cuando el tipo le quitó la alarma. Simultáneamente se oyó un pitido: cuá
cuá. Eran las diez y media. Hijitus volvería las noches siguientes. Ya
sabía qué hacer.
***
-La verdad,
Hijitus, nunca pensé que tendrías huevos para esto. Siempre fuiste medio putito
vos.
-Metete en el auto,
Mosconi. O te hago mierda acá nomás.
El comisario se sentó al volante. Sentía la punta del chumbo entre las costillas.
-Dale, la concha de tu madre. Destrabá las puertas.
El comisario se sentó al volante. Sentía la punta del chumbo entre las costillas.
-Dale, la concha de tu madre. Destrabá las puertas.
Mosconi obedeció e
Hijitus saltó, en un solo movimiento, al asiento trasero. Le apoyó el arma en
la cabeza y le ordenó que arrancara.
-¿A dónde vamos,
campeón?
-A un lugar
tranquilo, jefe. Vos y yo vamos a charlar un rato.
En una calle de
tierra, oscura y sin casas a los lados, Hijitus lo esposó y lo arrastró fuera
del auto. Lo arrojó al suelo, lo pateó un rato, y finalmente lo amordazó para
meterlo en el baúl.
Después estuvo
manejando un rato, convencido de estar haciendo lo correcto. Nadie los había
visto, nadie sabía a dónde iban, y nadie podría encontrarlos. Si el comisario
no se resistía demasiado, sería una tarea fácil: Obtendría los nombres de
los tipos, los mataría, recogería a Pichichus y saldrían del país. A Uruguay,
seguramente.
En retrospectiva,
este plan continuaba pareciéndole el más sensato del mundo. No podía entender
cómo mierda fue que todo se le había ido al carajo. Recordaba el rostro de
Mosconi, algo deformado por los golpes, cubierto de sangre, y su obstinación
enfermiza por permanecer en silencio. Hijitus llegó a pensar que al comisario
le excitaban sus golpes, le endurecía la verga al extremo que le pegaran una, y
otra, y otra vez. Porque sino no podía explicarse que alguien se negara tan
rotundamente a dar una sencilla información que, para colmo, no le incidía en
lo más mínimo.
Un yuta que
no quería vender a sus amigos. A Hijitus se le reían las dos pelotas juntas.
Los yutas corruptos no tienen códigos. Y a decir verdad, ¿qué yuta no es
corrupto?, pensaba Hijitus. Todo cana es corrupto. Todos ellos imponen la
fuerza de un orden que destruye el mundo al que pertenece. Pero el yuta es
corrupto porque no quiere pertenecer a ese mundo. No. Él no quiere ser parte de
la plebe. Y como no tiene otra cosa que vender a parte de su fuerza bruta, es
todo lo que ofrece al orden: fuerza bruta. Vende su conciencia de clase por un
chumbo y una obra social.
Muy bien. Entonces
el pobre Hijitus va a tener que pensar en una nueva forma de justicia. Va a
tener que limpiarse la cara, la barba, los ojos, el culo y el alma. Se levanta
de su cama. Le tiemblan un poco las piernas, se tambalea y cae al suelo. Siento
olor a vómito, pero no recuerda haber quebrado. Es decir, no recuerda haber
quebrado aún más. Unos rayos de sol matutino entran por la persiana como un
montón de rayos láser disparados en una cámara oscura y lastiman sus ojos.
¿Dónde carajos está Mosconi? Se pregunta Hijitus. ¿Qué pasó con Mosconi?
La
muerte lo comprende todo
Si para Borges la memoria constituía
un laberinto, Hijitus ni siquiera hallaba la entrada a éste todavía. No sólo
era incapaz de recordar; a decir verdad, los recuerdos le asaltaban
arbitrariamente en cualquier momento y en cualquier orden. Al de las largas
piernas de la vecinita de enfrente y aquellos ruidosos carnavales en el pueblo,
le seguían el de la jeta reventada de Mosconi, el sobrevuelo fatídico sobre
Puente Viejo, la voz de Larguirucho al otro lado del teléfono.
Debían haber pasado dos semanas
desde que Mosconi atacara su casa. Oaky no había vuelto a comunicarse con él, y
en la televisión no hablaban de otra cosa que de la desaparición del comisario.
Los medios afirmaban que podía tratarse de un ajuste de cuentas, otros, que de
un mensaje del narco. Hijitus aún no volvía a su casa porque Oaky, ese enano
botón, podía dar aviso a la policía y entonces todo se habría acabado. En
cambio, permanecía oculto en una pensión en el barrio de San Telmo, barrio de guapos
y turistas japoneses.
Una mañana le golpean la puerta.
-Che, Pibitus- (porque así se hacía
llamar en esos días) -Parece que tenés un llamado.
La casera de la pensión, una señora
grandota, algo sucia pero inusualmente amable, le indicó dónde estaba el teléfono.
Hijitus sabía de quién se trataba, porque su vieja podía haberle dado el número
a una sola persona, la única que podía ubicar a su vieja.
-¿Larguirucho?- Dijo.
-Hablá más fuerte que no te escucho.
Los dos rieron durante un largo
rato. Demasiado tiempo habían pasado sin hablarse.
-Tu vieja me pidió que te dijera que
estaba todo bien. Que cuándo te vas a llevar al perro.
-Estoy metido en un quilombo groso,
amigo. Creo que puede llevarme unos cuántos días resolverlo.
-No te preocupes, Hijitus. Va a estar
todo bien. ¡Si vos siempre salís bien parado en todos los tiros! Pero contame,
chamigo. ¿Qué quilombo es este que armaste?
-No quiero comprometerte,
Larguirucho.
-¡Ma! ¿Qué comprometerme ni qué
comprometerme? ¿Somo amigo o no somo amigo?
Hijitus miró alrededor y vio algunas
caras sospechosas merodeando demasiado cerca. Gente dudosa que se alojaba en la
pensión, igual que él.
-No puedo contarte mucho desde acá-
Dijo, y luego bajó la voz: -¿pero escuchaste hablar del caso Mosconi?
-Jujuja jujaju!!!
-No le cuentes a nadie, Larguirucho;
no seas boludo.
-¿Que si escuché hablar? ¡Es trendin
topi en las redes!
-El tipo es un asesino, Larguirucho.
Y tengo que encontrar a tres de sus amigos.
-¡Pero dejate de joder, Hijitus!
¿Por qué no vas con tu vieja y con Pichichus, que te necesitan?
-Haceme el favor de cuidarlos un
tiempito. Yo tengo que resolver esto. Dame algunos días. ¿Cuento con vos?
Larguirucho se quedó un rato en
silencio, pero en seguida volvió a gritar.
-¡Más vale que contás conmigo! ¿Con
quién te pensás que estás hablando? ¿Somo amigo o no somo amigo?
Después de colgar, Hijitus decidió
que esa tarde iría al galpón donde lo tenía a Mosconi. Hacía por lo menos
treinta y seis horas desde la última visita, y tenía que empezar a acelerar los
trámites.
Se tomó el tren en Once (ya no
quería volar) y se bajó casi una hora después en la estación de Merlo. Un
colectivo ruinoso que iba saltando entre las veredas y los baches lo llevó
hasta la ruta, y aún entonces anduvo un rato antes de bajarse.
A los costados sólo había terrenos
baldíos y calles de tierra salpicadas de construcciones abandonadas, de
ladrillo a la vista y techos de chapa, viejos locales comerciales, oscuros y
perdidos, de los que entraban y salían, muy lentamente y de vez en cuando,
individuos rústicos y amenazantes.
Dobló en una de las calles y caminó
durante casi media hora, dejando atrás el barrio, hasta llegar a un complejo de
almacenes que habían dejado de funcionar hacía muchos años. En uno de esos
estaba Mosconi, aguardando.
Metió la llave en el candado de la
puerta, luego otra en la cerradura, y empujó con fuerza. La puerta se abrió y
en seguida un olor extremadamente insoportable lo rodeó y casi lo voltea;
una mezcla de orina y carne hinchada por las moscas. Ahí estaba
el comisario. Se había caído con la silla hacia un costado, quizás intentando
zafarse.
Hijitus no tuvo que mirarlo
demasiado para entender que estaba muerto. Sin embargo se acercó
cautelosamente, relojeando hacia los costados, como si alguien fuera a
sorprenderlo de golpe, y se agachó junto al cuerpo para inspeccionarlo
detenidamente.
La cara parecía un globo violeta. El
pelo se le convertía en paja seca. Quieto, como un perro abierto al costado de
la ruta, estaba tibio todavía aunque no sabía si por la cercanía del deceso o por
la actividad de las bacterias que habían empezado su tarea.
Pudo haber muerto desangrado. No
tenía golpes en la cabeza (aparte de los que él le había dado). O quizás le
había dado un infarto intentando aguantar para no cagarse. De cualquier forma
toda la operación estaba jodida, y el hijo de puta de Mosconi había tenido
razón: Hijitus no servía para esto, no tenía mano ni cabeza para la tortura.
Su enemigo se llevaba los tres
nombres. Y aún peor: su confianza en sí mismo.
***
Después de matar a un policía ya
nada vuelve a ser igual; Y menos para un adalid de la justicia. La cosa se
vuelve vicio. Veamos el caso de Hijitus, que después de la muerte de Mosconi se
nos desmorona porque no consigue los nombres de los tres tipos que estaba
buscando. Deja que corra un poco de agua bajo el puente, que encuentren el
cuerpo, que los medios conjeturen sobre lo acontecido, que la investigación
avance. Aunque está deprimido, permanece tranquilo; Nada lo vincula con el
caso, salvo Larguirucho y Oaky, quienes conocen algunos detalles.
Pero esto no le preocupa en
absoluto. Larguirucho era un boludo, pero leal, como un perro. Y Oaky jugaba en
otro terreno. No intentaría meter a la Justicia en el medio. Así que no tenía
otra cosa que hacer además de aguantar en la pensión a que se estabilizara un
poco el panorama (y un comisario que aparece muerto atado a una silla y con
síntomas de haber sido torturado es un panorama que tarda en estabilizarse).
Procuró no salir mucho de su habitación y la única vez que le llegó una llamada
mandó a decir que se había tomado el palo.
La guita era otro tema. Antes de que
Mosconi se hiciera cargo de la comisaría de Berazategui, Hijitus recibía
regularmente una pensión –bastante modesta, por cierto- de parte de la
Provincia, en carácter especial por los servicios extraordinarios prestados en Trulalá,
su pueblo natal. La cosa cambió con la nueva administración, que no era amiga
de estos tratos inusuales, y a Hijitus le cortaron el chorro acusándolo de
ñoqui, como a tantos otros trabajadores independientes que servían a la
comunidad por fuera de las instituciones habituales.
Ahora sus reservas empezaban a
escasear y pronto tendría que volver a su casa, a la que ni siquiera había
arreglado la ventana del frente después del tiroteo. Pero una noche, acosado por
la sobriedad, una serie de agitados pensamientos se arremolinaron en su mente y
nuevas ideas comenzaron a aparecer. Ideas frescas, grandes, importantes. Y se
le ocurrió entonces que con la muerte de Mosconi no todo estaba perdido. Muy
por el contrario, algo nunca antes visto estaba naciendo de toda aquella
situación. Y se dijo, casi en voz alta: ¿Y si empezara a perseguir yutas, a
sacarles información para ajusticiarlos y las billeteras para vivir? ¿No sería
esa una forma verdaderamente decente de encarar la vida?
***
Alejandro Rubio salió por la puerta
de la comisaría y caminó unos pasos hasta su Fiat Siena modelo 2010. Era una
mañana soleada y había terminado su turno después de una noche quieta y
aburrida. Generalmente odiaba esas noches; Se hacían largas, inútiles. Se
pudría de tomar mate y jugar a las cartas. Mucho más le gustaba salir a la
calle y buscar algo que hacer. Tener una orden que le evitara el tedio de
pensar por qué carajos estaba perdiendo el tiempo ahí. No. No le gustaba andar
preguntándose gilada. Prefería la acción, sin ninguna duda. Algo que le hiciera
mover el culo y correr, el eco de un tiroteo en una esquina desolada a mitad de
la madrugada. Los gritos. La emocionante canción de unos pies que huían por el
asfalto, la respiración agitada de alguien escondido detrás de una columna, la
de un cuerpo desplomándose en el cordón de una vereda.
Generalmente prefería esas noches
llenas de muerte y de vida antes que la quietud amarga y fría de una jornada
tranquila dentro de la comisaría. Pero esta vez no. No hacía mucho que el
cadáver de Mosconi había aparecido en un galpón en el culo del mundo, y el
personal todavía no se recuperaba. Eran días de zozobra, de recogimiento.
Muchos habían estado pensando en sus propias familias. Otros habían pensado
incluso en sí mismos. La prensa los había estado acosando y la moral y el
estado de ánimo general estaban por el suelo. Un fiscal había estado dando
vueltas. Les había hinchado las pelotas a todos con preguntas. Estaban cansados.
Querían colaborar pero no había espacio en sus pobres almas para eso. Parecían
aniquilados.
Algunos, como Domínguez y Melián,
elegían la calle. Alejandro los entendía; por un lado no era mala idea alejarse
un poco, meter la cabeza en otro lado. Hablar con la gente afuera, pelearse un
poco. Pero a él le costaba un poco más arrancar. Cada vez que se planteaba la
posibilidad de salir, se le venía a la cabeza la imagen de su hijito de tres
años, en brazos de Claudita, y la de él mismo, en el lugar de Mosconi, cagado a
palos y reventado en un galpón roñoso al fondo de Merlo. Ese temor lo invadía
desde adentro y lo paralizaba. Podría cagarse encima si un ataque así le daba
estando afuera. Se había decidido a esperar. Después de todo, el cagazo no
podía durar para siempre.
Sentado al volante, con el sol
pegándole de costado, pensaba en esta situación y le entraban ganas de llorar.
Por eso no le agradaban esos momentos sobrios, lentos. Porque eran al pedo; un
hilo de pensamientos inoportunos lo atravesaban y era incapaz de controlarlos.
Todo lo que obtenía de ellos era una sensación de mierda que en seguida quería
sacarse de encima.
Los ojos se le ponían vidriosos.
Golpeó el volante un par de veces. Se mordía el labio inferior. Se rascó una
oreja y aceleró. Quería llegar a su casa cuanto antes; estar con su hijito y
con la Claudia. Antes podía pasar por una panadería, comprar media docena de
facturas. Casi siempre se iba a dormir directamente después de cruzar la
puerta. Pero hoy no. Hoy se quedaría despierto. Hablaría con su familia. O aún
mejor: escucharía a su familia. Lo que Claudia tuviera para contarle (¿se
habría amigado con su hermana?); lo que el enano le contara sobre sus nuevos
juguetes. Esta mañana, este día, sería para ellos.
Estaba llegando a Puente Pueyrredón
cuando un diminuto punto azul en el cielo llamó su atención, desviando el curso
de sus ideas. Era un punto azul brillante que se movía lentamente a un lado y a
otro, y parecía aumentar gradualmente de tamaño. Recordó a su primo Horacio, que
había querido entrar en el ejército para estudiar el fenómeno OVNI. Qué tipo
boludo ese Horacio. ¿Pero era eso que estaba viendo un puto OVNI?
La verdad es que no tuvo mucho
tiempo para considerarlo. En seguida la figura fue creciendo, y comenzó a verla
en más detalle. No parecía un algo, sino un alguien. Entrecerró los ojos para
enfocar la vista y pudo verlo con claridad: Un tipo barbudo con mirada de
lince, volando, extendiendo ambos brazos hacia el horizonte, con una hélice
diminuta en lo más alto de su cabeza y una capa, por detrás, que flameaba
frenéticamente a gran velocidad.
Pensó en frenar el auto y bajarse,
pero entonces descubrió lo que estaba sucediendo: Hijitus iba directamente
hacia él, rumbo a hacerse mierda contra su auto. Era el asesino de Mosconi, y
también el suyo.
Entonces pisó aún más el acelerador,
se abalanzó sobre el volante, firme, y cuando se hubieron acercado lo
suficiente, intentó el volantazo hacia la izquierda, pasándose a la otra mano.
Fue tarde. Hijitus intuyó la maniobra y se le metió directamente por el
parabrisas, a la velocidad de una bala, partiéndolo en dos. Luego salió por la
ventana de atrás sin detenerse y levantó vuelo una vez más. Se perdió en lo más
alto del cielo.
***
Después de Rubio siguieron algunos
otros. Le gustaba leer después las crónicas policiales. Todo el país se estaba
volviendo loco con la aparición regular de policías asesinados en cualquier momento
sin otro móvil que el robo de sus billeteras.
Ahora le temblaban todavía el puño
izquierdo y la mandíbula inferior; No sabía si a causa de la emoción del último
enfrentamiento o del dolor mismo. Hijitus aún tenía miedo de que hubiera algún
testigo, aunque todo había sido demasiado rápido.
Fue al baño y se quitó el traje
azul. Se paró desnudo frente al espejo. Le daba bronca tener esa buzarda
vulgar, producto de los años de inmovilidad venidos encima junto con
sustanciosas cantidades de cerveza. Se acarició la barba, pensativo. Si
estuviera en forma habría esquivado esa bala. En cambio, el yuta había tirado y
él solamente alcanzó a cubrirse la cara, como una maricona. Tuvo suerte; la
bala apenas le rozó la mano izquierda.
Se metió en la ducha, no sin algo de
dificultad. Con la cabeza bajo el agua imaginó su propio identikit dando
vueltas por todos los noticieros, y a todo el mundo diciendo “¡pero si ese es
Hijitus, el del Sombrero Sombreritus! ¡Es un asesino de policías!”.
Había cruzado a Melián en una calle
de tierra, oscura. No había señales de vida dentro de las precarias
construcciones que se levantaban tristemente alrededor. ¿Por qué estaba Melián
en ese lugar? No lo sabía. Había estado siguiendo su auto durante casi dos
horas y el tipo terminó metiéndose ahí. Sin dudas Hijitus no iba a desperdiciar
la oportunidad.
El recorrido sospechoso del cana lo
envalentonó. Cualquier cosa que un agente estuviera planeando a esas altas
horas de la madrugada, fuera de servicio, y en un lugar como ese, no podía ser
nada bueno.
El Volkswagen Gol, gris, había
aminorado la marcha en esa esquina para pasar un pozo interminable lleno de
agua y basura. La tarde anterior había estado lloviendo. No era fácil transitar
por ahí. Por eso Melián, que iba muy concentrado en el estado del camino, tardó
en ver que Hijitus se había parado frente al auto, en medio de la calle, a poco
más de diez metros.
Primero Mosconi, después Rubio. Fue
lo que pensó Melián cuando finalmente levantó la vista y se encontró con
Hijitus bajo la luz de los faros. Así que fuiste vos, hijo de puta. Tenía el
chumbo entre los huevos; lo agarró con un manotazo rápido e imposible de
adivinar desde fuera y puso el dedo en el gatillo.
Anduvo unos metros más, todavía,
mientras Hijitus permanecía de pie, inmutable. Era un blanco fijo. En un solo
movimiento, Melián apagó las luces del auto, abrió la puerta, saltó a la calle
y, antes de tocar el suelo, tiró.
Después de rodar por el piso y
embarrarse hasta el ojete, dio un salto y buscó con la mirada a su enemigo.
Ahora estaba todo demasiado oscuro, pero parecía que Hijitus no estaba en el
suelo. Había fallado. Corrió agachado hasta el auto, que había seguido andando
hasta golpear un tronco al costado de la calle, y temblando como un pichón
mojado se metió dentro.
Le costó meter la llave para hacerlo
arrancar. Estaba a punto de ponerse a llorar y empezó a putear en voz alta.
Sobre todo a Hijitus, pero también a su propia madre. Cuando por fin pudo, el
motor se encendió y al mismo tiempo las luces. Entonces vio, por un segundo, a
Hijitus en el asiento trasero. Tenía barro en la cara.
-La concha de tu madre.- Le dijo
Melián.
El derechazo de Hijitus fue tan
fuerte que la cabeza del cana dio contra la ventanilla, rompiéndola. Los
vidrios no terminaban de estallar cuando le rodeó el cuello con un brazo, y
tres ó cuatro golpes en el medio de la cara lo dejaron fuera de combate.
Hijitus lo arrastró afuera lo más
rápido que pudo. Lo tiró a un costado, le sacó la billetera del bolsillo y el
arma de la mano (que todavía tenía agarrada con fuerza) y, aunque el otro
estaba inconsciente, le disparó tres veces en el pecho. Luego una más en la
boca, sonriendo
Echó a correr en seguida, a
supervelocidad. Tropezó en la esquina, pero se levantó, se sacudió las
rodillas, y siguió, aunque miró hacia atrás un par de veces, para ver si
alguien lo estaba mirando, pero no vio a nadie.
Más tarde, la primera en enterarse
que algo andaba mal fue Liz, una travesti de Caraza que estuvo esperando a
Melián durante una hora, en la esquina de siempre. Todos los miércoles Melián
la llevaba hasta su casa. Ella también lo quería.
El
amor no es una pálida lápida
Había alguien hablando en su cabeza.
¿Un doctor? ¿Una enfermera? Pero no alcanzaba a entender lo que decían. Tal vez
simplemente estuviera soñando de nuevo. O el licor barato estuviera haciendo
estragos en lo que quedaba de su mente. Pero algo había, diferente, en la forma
en que esas voces reverberaban dentro suyo. Algo terrible.
Quiso moverse hacia un costado pero
no pudo. Luego hacia el otro. Parecía como si alguien lo sujetara por los
hombros, pero tampoco podía verlo porque no podía abrir los ojos. Cuando quiso
incorporarse, finalmente, una mano cálida se apoyó sobre su pecho desnudo.
-Quédese tranquilo, muchacho. Mejor
que no se mueva.- La voz de una mujer joven.
¿Era posible que no recordara nada?
¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Estaba en un hospital con una
enfermera cualquiera o en un hotel con una prostituta cualquiera?
Debía tranquilizarse y escuchar con
atención. Hacía frío, el colchón sobre el que estaba tirado era duro y muy
delgado. Oyó otras voces. Unos pasos. Sintió el aroma revulsivo de los
consultorios clínicos. Estuvo a punto de vomitar. Algo había sucedido.
No podía ver, pero pudo adivinar que
lo habían dejado solo, y que había ahí nomás otras camillas con otros infelices
abandonados. Lo supo porque escuchó toces y alguna puteada débi, de esas que apenas
sirven como autoconsuelo. ¿Le habían pegado un balazo?
Está bien, pensó Hijitus. Tenía que
pasar. No se puede ir reventando policías por ahí sin ninguna consecuencia.
Pero lo que hubiera pasado superaba su más fantasiosa expectativa. Era una
lástima que en su memoria se formara esa laguna miserable, que le arrancaba, al
menos de momento, el placer infinito de la máxima victoria, el de la obra
acabada, el del súmmum del éxito final.
Tenía que haber sido algo grande,
barruntaba Hijitus. Porque si lo había dejado en ese estado deplorable no pudo
haber sido de principiantes. Sintió un pinchazo en el brazo izquierdo, pero en
realidad ya se lo habían dado hacía rato, cuando le enchufaron el suero. Se
quedó dormido.
La camilla se movía. Daba pequeños
saltos. Lo trasladaban. Si estaban por sustraerle todos los órganos para traficarlos
en el mercado negro, no podía hacer nada en absoluto. Al menos el hígado
tendrían que tirarlo. También los pulmones. Lo llevaban por un pasillo largo y
presentía las luces en el techo transcurriendo como las de una autopista. Sin
embargo la mayor parte de los foquitos estaban quemados.
Una puerta se abrió con violencia y
lo metieron en un cuarto pequeño. O al menos eso fue lo que se imaginó. Luego
le pusieron una máscara en la cara, sintió un olor extraño, frío, entrando por
su boca y llenando su cuerpo. Los ojos le ardieron levemente y al final no supo
nada más. Cuando despertó se sentía mucho mejor.
Estaba en una habitación diminuta,
de color marrón clarito con manchas amarillas de humedad en las paredes,
pésimamente iluminada. Pero al menos no la compartía con nadie más y le habían
puesto una estufa. No pudo levantar ni un poco la cabeza, pero con los ojos
entreabiertos se animó a inspeccionar brevemente los detalles del lugar. Sin
darse cuenta buscaba un rincón por donde escabullirse.
Sin embargo cuando entró la
enfermera su ánimo se reprogramó por completo. Era una chica paraguaya, de pelo
tan negro como el pozo en el alma de los borrachos y ojos asesinos, como los de
un gato. Llevaba los labios rojos pintados con un rouge tan furioso y barato como
su perfume, e inmediatamente quiso inmolarse en el fondo de su escote.
-Señor Hijitus- Le dijo ella, y eso
ya le gustó porque nunca nadie lo llamaba señor. -Pronto estará repuesto por
completo. Su amigo Larguirucho estuvo aquí esta mañana y le trajo un cubo de
rubik para que se entretuviera mientras tanto. En realidad no puede jugar con
él porque todavía está demasiado débil. Pero no se preocupe; para mañana no
tendrá problemas en intentarlo. ¿Puedo ayudarlo con algo?
Hijitus sonrió, después de mucho
tiempo.
-Un beso, nada más.- Dijo.
La chica sonrió, acarició su brazo y
le besó la frente. En seguida salió por la puerta.
Más útil habría sido pedirle un
diario. Hijitus sabía que no estaba allí por una gripe. Más tarde, durante un
sueño, recordó el infierno de disparos a todo su alrededor. Él también llevaba
un arma. Dos. Una en cada mano. Detrás suyo había tres policías en el suelo.
Uno de ellos se revolvía con un agujero en el estómago sobre un charco de
sangre. Los otros dos estaban muertos. Adelante, refugiados detrás de
escritorios y barricadas improvisadas con dispensers de agua, sillas y ficheros
de archivos, otros agentes desesperados le gritaban y abrían fuego. Todos
debían estar muertos, porque él había logrado sobrevivir. Por fin podía
sentirse realizado.
***
-Oiga, Hijitus. Usted esconde algo-
La enfermera le había apoyado una mano sobre la pierna.
-Si, Clarita. Justo ahí abajo.
Ella sonrió.
-No- Dijo -Algo grave.
-Esto también es grave.
Clara se puso súbitamente seria. Los
ojos se le prendieron fuego y por un instante, Hijitus creyó que la chica iba a
golpearlo. En vez de eso, se dirigió a la puerta casi corriendo. Antes de que
girara el picaporte quiso explicarse.
-Todos escondemos algo, Clarita.
-Si, pero usted es diferente.
-¿Cómo sabés?
-Porque usted puede volar.
Cuando la enfermera se hubo ido,
Hijitus tomó en sus manos el cubo de rubik que estaba sobre la mesita de luz y
lo contempló durante un rato. Pensaba en su vieja. Y en Pichichus. Y
Larguirucho ¿Dónde mierda estaba Larguirucho? ¿Por qué no volvió en todos esos
días? Sintió una profunda necesidad de llorar, de casarse con Clara, de volver
a Trulalá. O tal vez no. Al menos de esto último podía prescindir. Ya no había
nada en su pueblo esperándolo; sólo un montón de memoria fósil de tiempos
mejores. Era imposible volver. Se durmió imaginando una nueva vida en
Montevideo.
La enfermera pasaba cada tanto por
la puerta, medio abierta, y lo observaba. Era parte de su ronda, pero con él
solía quedarse un poco más. Sólo unos pocos segundos. Cuatro. Cinco. No podía
quitarle la vista de encima. Lo veía dormir y parecía que el tipo descansaba
después de siglos interminables peleando contra los malos, contra edificios y
dragones. Esto la enternecía, pero se había decidido a que no fuera tan fácil.
Después de todo ¿contra qué edificios y qué dragones había estado peleando
Hijitus? Hasta no saberlo ella no podía arriesgarse.
-Tengo un gurí, ¿sabés?- Ahora ya lo
tuteaba. –De seis añitos. Ya empezó la escuela el guacho.
-¿Y el papá?
-El papá está preso. Un pelotudo era
ese.
-¿No lo extrañás?
Clara sacó la lengua como si la idea
le repugnara.
-Para nada.
-Debés ser buena madre, vos.
Ella rió con ganas.
-Callate. ¿Qué sabés vos, chamuyero?
-¡De verdad!
-Ah, ¿si? ¿Y por qué decís que debo
ser buena madre?
Hijitus estaba decidido a ir por
todo. Apoyó su mano sobre la de Clara.
-Si a mí me pudiste cuidar tan bien,
sin conocerme apenas.
-Es mi trabajo- Dijo ella. Los ojos
le brillaban como dos perlas de brea.
Hijitus retiró la mano, pero sabía
que la partida estaba ganada.
-Tu trabajo es reponer el suero.
Pero hiciste mucho más que eso.
-¿Y vos? ¿No extrañás a nadie?
El contraataque lo sorprendió un
poco. Ella lo notó. Los músculos de su rostro de golpe se tensaron y en los
labios se le dibujó un gesto de dolor.
-Si- Dijo Hijitus finalmente.
-Extraño a mi perro.
Clara entendió que el tipo hablaba
en serio.
-¿Qué le pasó?
La barbilla de Hijitus había
comenzado a temblar.
-Lo abandoné, Clarita. Ese es mi
secreto.
Pero ella posó suavemente un dedo
sobre su boca para callarlo, y fue acercándose, con lentitud, hasta besarlo.
Fin de la escena.
***
Clarita al pie de un naranjo,
tomando tereré mientras cae la tarde, tranquila, sobre la selva verde. Más abajo
el río también descansa y se lo oye con lentitud, como a la respiración de un
viajante. Hijitus tiene una nueva idea, se siente eufórico por lo que ha
descubierto. Camina en círculos sobre sus propios pasos y rechaza, agitando una
mano, el tereré que Clarita le ofrece. Una y otra vez.
-¿Qué te pasa a vos, che?
Hijitus apenas la escucha. Por
supuesto que quiere compartir la revelación con ella, pero antes desearía poder
verla con claridad para ser capaz de explicarla completamente, sin dejar cabos
sueltos.
-¿Podés decirme al menos de qué se
trata?
-El Doctor Neurus- Contesta,
secamente.
Clara frunce el entrecejo y arruga
la nariz, como si estuviera oliendo mierda. En realidad es como si solamente la
intuyera. Pero Hijitus está tan concentrado que ni siquiera llega a notar el
gesto que, por lo demás, iba dirigido a él.
-¿De qué estás hablando vos,
chamigo?
Entonces Hijitus, de golpe, se
detiene, justo frente a ella. Pero todavía no alcanza a comprender lo que está
sucediendo. En vez de observar a su alrededor, vuelve a focalizar en sus
pensamientos y comienza a escupirlos bocanadas de aserrín sobre el suelo rojizo
del territorio guaraní.
-El Doctor Neurus, Clarita. Es él.
Él controla todo- Explica. -Tiene que haber inventado una máquina o un
dispositivo particularmente poderoso y original, algo nunca antes visto por el
hombre, para dirigir las mentes de los agentes policiales del conurbano y de la
federal.
-¿Y de la metropolitana?- Se
interesó ella por un instante.
-No, de esos no hace falta.
Finalmente Hijitus aceptó un tereré.
-No entiendo por qué sino las
fuerzas del orden estarían trabajando para conservar un espacio de poder que no
sólo implica sostener el estado deplorable de las cosas, sino además degenerar
las fuerzas institucionales en incontables casos de corrupción y brutalidad,
física e intelectual.
-No, Hijitus; yo no te entiendo ni
una palabra de lo que vos me decís, ¿sabés? ¿Por qué no te dejás de hinchar un
poquito los huevos con todo esto?
Hijitus miró entonces el suelo, la
tierra de la selva. A su alrededor se había desparramado el aserrín. Clara
sonreía en la quietud. Más abajo el río se había vuelto negro, espeso como el
petróleo. En el cielo azul profundo apareció una avioneta ruidosa, brillando
como una estrella fugaz que anunciara el fin del mundo, y sintió entonces unas
incontenibles ganas de llorar.
-El Doctor Neurus lo controla todo-
Susurró, y miró los ojos verdes y amarillos de Clarita.
-Si- Contestó ella. E Hijitus
despertó.
Un verdadero héroe lo abandona todo.
Está dispuesto al máximo sacrificio. Dejó el hospital cuando ella no estaba de
guardia. No se volvió ni una sola vez para contemplarlo con nostalgia y se juró
a sí mismo no estar nunca más en uno de esos. No esperaba que volvieran a
ocuparse de él.
Como no tenía ni para el colectivo
tuvo que manguearle al chofer que al menos lo alcanzara hasta Constitución. El
tipo se apiadó de su aspecto de linyera al borde de la muerte.
-¿No estás meado, cagado ni nada
raro?- Le preguntó antes.
Hijitus bajó la mirada. Contestó que
no, por supuesto. Entonces le dijeron que suba.
Se sentó en el asiento de atrás y
recordó que Larguirucho siempre le decía, hacía muchos años. Si yo
tuviera un sombrero como ese lo usaría para no tener que tomarme un solo bondi
más en mi vida. Sonrió. Extrañaba a ese boludo. Esperaba volver a
verlo pronto ahora que todo el lío parecía haber aflojado.
Era de mañana. Constitución era un
hervidero de gente que corría de un lado a otro. Había trenes esperando en los
andenes y otros que se iban. También había trenes que llegaban. En medio de la
multitud intentó pasar desapercibido y colarse por un costado, eludiendo a los
guardias y los molinetes. Debió haber previsto que la gente como él no pasa
nunca desapercibida. Un guardia lo tomó bruscamente de un brazo.
-¿A dónde vas, amigo?
-Disculpe. No quise.
-Tenés que pagar el boleto, como
todos.
-Sí, lo sé. Es que en este momento…
salí hoy del hospital, ¿sabe?
El otro empezó a mirar hacia un
costado.
-La verdad es que no tengo para
pagar el boleto.
-Está bien. Pero eso no es mi culpa.
-Tampoco la mía.
El tipo se rió.
-No te puedo dejar pasar. Estás
comprometiendo mi trabajo.
-Soy Hijitus, ¿no me reconoce?
Y el tipo se rió todavía más fuerte.
-Y yo soy Xuxa.
-No te parecés a Xuxa.
-Bueno, viejo. Basta. Tomatelás de
acá o voy a tener que llamar a la policía.
Entonces Hijitus abrió muy grande
los ojos, apoyó una mano en el hombro del guardia y, de repente, rompió en una
ruidosa carcajada que llamó la atención de toda la gente alrededor, que a pesar
de oírla, siguió de largo.
-¿A la policía vas a llamar?- Dijo,
ahogado entre medio de las risas. El otro parecía desconcertado. -Me cargué a
más de treinta policías antes de entrar a ese hospital, y puedo cargarme a
otros treinta hoy, si tengo ganas. Eso incluiría a un guardia vigilante. Llamá
a la policía si querés. Pero no te vas a olvidar nunca de mí: yo soy Súper
Hijitus. Héroe de niños y de ancianos. Patrono de Trulalá. Defensor de la paz,
amigo de los animales y férreo luchador de la justicia. Protejo al mundo de los
malos, acompañado de mi fiel mascota, Pichichus, y de los crueles y desalmados.
Y todo el que se interponga en mi camino de ayudar al pobre y al despojado,
sufrirá las consecuencias de mi increíble fuerza sobrenatural, ¡recibida de mi
Sombrero Sombreritus!
El guardia apoyó una tarjeta en el
molinete.
-Tomá- Le dijo. -Pasá, loco de
mierda.
***
Encontró su casa como
la había dejado hacía un par de meses atrás, solo que con más polvo. En el
suelo, sobre los muebles, cubriendo una botella aquí y otra allá. Un pedazo de
sánguche verde. El cenicero con las tuquitas. Todo estaba en su lugar, pero el
polvo reinaba.
Debajo de sus zapatos
crujían también esquirlas invisibles de vidrio, de la noche que tirotearon el
frente de la casa. Contempló la ventana rota y el recuerdo de pronto se hizo
tan presente que pareció estar allí, hablándole, mostrándole la forma en que
había sucedido. Si, decía Hijitus; Fue así. Y le maravilló experimentar la
misma sensación de entonces, cuando concluyó que Oaky debió haberlo
traicionado.
Se paró en medio de
la sala y observó a su alrededor. El lugar podía estar queriendo decirle algo.
Goldsilver, Goldsilver, repetía en voz baja. ¿Cómo es que en todos esos meses
no habían ido a buscarlo? Si Oaky sabía lo de Mosconi. Tenía que saberlo. No
era boludo. Un día aparece Hijitus preguntando por Mosconi, y poco tiempo
después Mosconi está muerto. Y luego todos los agentes que estaban a su cargo.
Y después, policías de distintas jurisdicciones. Hasta un nene de preescolar
podía relacionar los hechos y llegar a las mismas conclusiones, sobre todo
considerando que ocurrieron mientras Hijitus estaba desaparecido y sin su
perro.
Entonces, si Oaky
sabía lo de Mosconi, ¿por qué nunca habían ido a buscarlo? La respuesta era
sencilla: Oaky no se lo contó a nadie.
Tenía que ir a verlo.
Necesitaba entender por qué Oaky había rehusado destruirlo. Y sobre todo,
necesitaba saber quién le había avisado sus planes a Mosconi, quién era
realmente el traidor.
Se dio una ducha. Una
de esas duchas que amaba, de las largas, las hirvientes. Purgaban su piel. Arreciaban
su alma. Se afeitó. Antes de vestirse se masturbó evocando el perfume de la
vecinita de enfrente, jurándose a si mismo que aquella sería la última vez.
Luego buscó el sombrero en el placard y lo tuvo en sus manos un rato, como si
se tratara de su propia vida, antes de decidirse a atravesarlo. También se dijo
que por última vez.
Atravesó la ciudad
por el aire, de sur a norte, en poco más de diez minutos. Finalmente llegó al
enorme edificio que presidía la firma GS Abogados. En el piso más alto se
hallaba la oficina de Oaky. Voló hasta una de sus enormes ventanas y,
procurando no ser visto, observó el movimiento en el interior.
Oaky estaba jugando
videojuegos en una pantalla empotrada sobre una de las paredes. Se lo veía
entusiasmado disparando a unos zombies que le salían al paso desde todas partes,
y sólo se detuvo dos veces, en un lapso de media hora, cuando una chica le
acercó unas carpetas con papeles. En ambas oportunidades los estudió
rápidamente y después de darle algunas indicaciones a su empleada volvió a su
juego.
La chica lucía como
una conejita de Playboy, pero no parecía que esto a Oaky le importara
demasiado. En ningún momento le miró el culo, que estallaba debajo de una
pollera corta muy ajustada, ni tampoco bromeó con ella de ninguna forma. Cuando
la chica salió de la oficina la segunda vez, Hijitus golpeó suavemente la
ventana. Oaky, sobresaltado, se volvió en su dirección. Quedó con la boca
abierta al ver a Hijitus flotando allá afuera.
Abrió la ventana y lo
invitó a pasar. Adentro el ambiente era mucho más confortable que afuera; Al
menos no corrían vientos de setenta kilómetros por hora.
-Qué sorpresa,
Hijitus. ¿Qué te trae por acá?- La voz le temblaba un poco.
Hijitus se paseó
despreocupadamente por la oficina. Fue hasta el escritorio y comenzó a agarrar
las cosas que había sobre él, como si le pertenecieran. Un posavasos, una
calculadora, un hermoso encendedor con la bandera de Alemania.
-¿Estuviste en
Alemania?
Oaky pareció
confundido.
-Si, por trabajo.
-Qué lindo trabajo
debés tener.
-No me quejo.
Hijitus dejó escapar
una risita infantil. Luego caminó hasta el televisor, donde un zombie horrible
que se abalanzaba desde la pantalla había quedado inmóvil, en estado de pausa.
-¿Es divertida esta
mierda?- Preguntó, señalándolo.
-No sé- Dijo Oaky,
levantando los hombros. -Pero es adictiva.
-Sí, te entiendo.
Como matar policías.
Oaky abrió bien
grande los ojos.
-Oíme, Hijitus. Yo no
le dije nada a nadie.
-Ya lo sé, Oaky. Ya
lo sé. ¿Puedo sentarme un momento?
Oaky asintió moviendo
la cabeza, e Hijitus se sentó en el sillón frente a la pantalla.
-¿Por qué no le
dijiste a nadie?
Oaky había quedado
parado detrás.
-Porque no soy un
vigilante.
-Sin embargo Mosconi
sabía que yo iba a ir a buscarlo. Intentó persuadirme reventando el frente de
mi casa.
-Yo no tuve nada que
ver, Hijitus; Te lo juro.
-¿Tenés idea quién
pudo haber sido?
Entonces Oaky se
quedó en silencio. Hijitus giró sobre su espalda, sin levantarse del sillón, y
lo miró. Estaba pálido como uno de esos zombies.
-¿Sabés quién fue,
Oaky?
Oaky movió los ojos
para los costados.
-No entiendo- Dijo.
Hijitus se puso de
pie.
-¿Qué cosa no
entendés?
-Es decir, ¿cómo
podría saberlo yo?
Hijitus caminó unos
pasos hacia él, sin quitarle la vista de encima.
-No te hagas el
boludo conmigo.
-No me estoy haciendo
el boludo, Hijitus. En verdad no tengo por qué saberlo. Esa guerra no fue mía.
Vos me buscaste y yo decidí no meterme. Si elegí no hablar en ese momento, ¿por
qué elegiría ahora encubrir cualquier cosa?
-No juegues conmigo.
Hijitus estaba a unos
pocos centímetros de Oaky, que permanecía paralizado en medio de la oficina.
-No estoy jugando.
Además ¿no es evidente?
-¿Qué cosa?
-Quién fue. No
entiendo por qué me lo tenés que preguntar a mí.
Ahora Hijitus pareció
más confundido que Oaky.
-De qué mierda estás
hablando.
-De qué fuiste vos,
Hijitus. Vos le avisaste tus planes a Mosconi. La primera vez que fuiste a
verlo.
Los ojos de Hijitus
se encendieron.
-Qué carajos estás
diciendo.
-Que sos un boludo.
Vos mismo arruinaste todo, como lo hiciste durante toda tu vida. Es increíble
que no puedas verlo. No tendrías que haber hablado con Mosconi. No se negocia
con el enemigo. Lo pusiste sobre aviso y el tipo se defendió atacando. ¿Tan
boludo sos, Hijitus?
Hijitus saltó de
pronto sobre Oaky y lo tomó del cuello. En menos de un segundo salió volando
destrozando la ventana. Oaky intentó, desesperado, aferrarse a sus hombros y
brazos. Sintió que se le desprendían los botones de la camisa, pero no gritó.
-Sos un peligro para
todos, hijo de puta- Le dijo. En ese preciso momento Hijitus lo soltó.
Sin
Voy a decirlo de esta
forma, como para que no queden dudas: Hijitus tenía problemas mentales. Serios.
Muy serios.
Alrededor del cuerpo
de Oaky (o de lo poco que quedaba del cuerpo de Oaky) se arremolinó un grupo de
curiosos atraídos quizás por la oportunidad de una muestra gratuita de anatomía
humana. En la misma proporción hubo gente que salió corriendo, horrorizada.
Incluso pudieron oírse algunos gritos. En cualquier caso, todos miraban hacia
arriba para constatar la altura desde la que había caído. Treinta pisos, antes
de reventarse contra el suelo.
Si alguno de ellos
hubiera tenido súper-visión, habría notado que todavía más alto, mucho más
alto, casi llegando a las nubes, un punto azul inmóvil se cernía sobre ellos: Pero
Hijitus sí podía verlos a ellos.
Luego llegó la
policía. Tomaron fotos, anotaron los detalles en sus libretitas, preguntaron a
los transeúntes. Una vieja se comprometió a salir de testigo. Contó que iba
caminando por la vereda cuando una lluvia de vidrios le cayó encima. Entonces
se cubrió la cabeza con la cartera y se alejó del lugar unos pasos, al
trotecito. Apenas tuvo tiempo de reparar en un grito que aumentaba velozmente.
Cuando se volvió para mirar hacia arriba, ahí nomás, a quince metros, en el
suelo, el pobre tipo estalló, casi junto a ella.
Dijo que al principio
no entendió nada. Que tardó un momento en salir del estado de shock. Una señora
se le acercó luego, la tomó por los hombros y poco a poco la fue sacando del
estupor.
Hijitus, con su
súper-oído biónico, escuchó cada palabra, y hay que decir que se decepcionó un
poco cuando confirmó que la viejita no tenía la menor idea de lo que había
pasado realmente.
Al cabo de un rato
llegó la ambulancia y los enfermeros cubrieron los restos, los cargaron luego
sobre la camilla y se fueron tan rápido como habían llegado, llevándose consigo
la diversión. El grupo de curiosos que se había reunido alrededor, y que había
ido creciendo como crece el número de hormigas alrededor de una cucaracha
muerta, se fue dispersando lentamente, con sus silenciosas sonrisas satisfechas
en las caras, con sus centelleantes miradas extasiadas; ojos que presenciaban
la muerte, el milagro divino. Todos ellos tendrían algo para contar durante la
cena.
Dos botellas de
whisky. Hijitus hundido en el sillón, incapaz de levantarse, con la vista
clavada en la pantalla de la tele. Hubiera querido cambiar de canal. Apagarla.
No. Apagarla no. Necesitaba ocupar su mente con estupideces. Al menos hoy. Que
alguien le dijera qué pensar. Y cómo pensarlo. Eliminar cualquier rastro de
pensamiento propio. Entregarse a la maquinaria del pensamiento puramente
emocional: esto me hace reír, esto me hace enojar. Esto me recuerda cuando mi
papá me enseñó a andar en bicicleta.
En vez de eso, en
cada puto canal no hacían otra cosa que hablar de la muerte de Oaky. Del suicidio de Oaky. En los noticieros, en
los programas de chimentos, en esos programas que hablaban de otros programas.
Acá charlaban con el portero del edificio, allá mostraban un video emotivo que
repasaba la vida del empresario. En otro lugar comentaban las posibilidades de
homicidio. Pero nada serio.
Hijitus se había
cansado; Había dejado uno de esos canales que pasan noticias las veinticuatro
horas. Y hacía por lo menos una que había quedado clavado ahí. Así yo también
hago mi propio canal de noticias, pensaba. Veinticuatro horas, la misma puta
noticia. ¡Último momento! El muerto no se despierta. Tampoco hará
declaraciones. Intentaremos hablar con el primo de un vecino que ¡dice que lo
conocía!
Hijitus no podía
moverse. Los ojos rojos por el whisky y la radiación de la tele. Giró la
cabeza. Ahí, a un costado, el teléfono silencioso como la muerte. Larguirucho
no iba a llamarlo. Lo sabía. Nunca más. Esta vez era en serio. Sabía muy bien
que no lo perdonaría. Después de todo, estábamos hablando de Oaky. No se
trataba de Mosconi, ni de treinta agentes policiales. Hablábamos de un amigo,
de la infancia, de Trulalá. Hijitus sabía muy bien que acababa de matar mucho
más que al Oaky empresario.
Extrañaba a
Pichichus, por supuesto, pero en cierta forma lo dejaba tranquilo que estuviera
en lo de su vieja, dado su deplorable estado y el de la casa. Qué diría
Pichichus si lo viera así. Lo imaginó arrojado en un rincón, probablemente
debajo de la ventana baleada, observándolo, con cara de miedo, desconociéndolo,
destruido igual que él. Por dentro. El viejo amigo de quién.
Sonó el teléfono.
Sonó una.
Sonó dos veces.
Tres.
Lo que esa llamada
pudiera depararle no tendría nada bueno. Decidió no atender.
***
El viento, de a poco,
había convertido el barrio en un basural. Desde todas partes llegaba el aroma
ácido y profundo del plástico podrido, del aceite cortado por orina de ratas y
gatos, de microcomponentes oxidados deshaciéndose al sol. Ya no había nada
noble en esas calles. El paisaje era una fotografía desierta en blanco y negro.
La noche no se diferenciaba del día. La muerte se había instalado en cada
esquina como un vigilante silencioso.
Hijitus había tapiado
la ventana rota con unas gruesas tablas de madera. Se había asegurado de que no
quedara el más mínimo espacio de separación entre una y otra. Evitaba así que
el hedor de afuera se metiera en la casa. Extrañaba, eso sí, los olores de
Pichichus. No hay nada más triste que el olor a ausencia de perro.
Sin Pichichus, la
mitad de su vida estaba en blanco. Hubiera querido instalarse en lo de su vieja
pero no iba a estar rogando. Después de todo, la soledad no era más que un
capricho lujoso. Y el licor de durazno que cada noche suplantaba al whisky
malo.
Los primeros días,
antes de dormirse, recordaba el fondo de la casa de su vieja, en Devoto, donde
cavó el pozo para Pichichus. Veía de nuevo su profundidad, con la misma
embriaguez que lo veía entonces, y se caía dentro presa de un vértigo poderoso,
ese que divide el sueño de la vigilia. Pero caía con la sensación extraña de no
ser él realmente. Más bien como si fuese una palada de tierra negra y húmeda.
Era arrojado por los aires. Veía el cielo primero. Giraba una, dos, tres veces.
Veía el pasto verde, la pared del fondo. Y luego la bolsa de consorcio, dentro
del pozo, en la que Pichichus acabaría por descomponerse. Con velocidad cada
vez mayor, caía hacia ella. Y cuando estaba al fin por alcanzarla, por entrar en
su oscuridad eterna, un grito como un fuego escapaba desde la raíz del propio
sueño y lo quemaba.
Despertaba cubierto
de sudor y corría al baño con la sensación de hallarse a punto de vomitar. Pero
nunca sucedía. Tan sólo se arrodillaba frente al inodoro y lloraba.
Luego, al acostarse,
se iba tranquilizando de a poco. Lentamente el jardín verde de la casa de su
vieja se convertía en una larga pradera. Caminaba descalzo sobre el pasto
recién cortado y, aunque a veces una aparición indeseable lo sorprendía (por
ejemplo un dedo, un ojo, la billetera de Mosconi), nada le perturbaba y
continuaba, tranquilo, hacia adelante.
A veces, a un
costado, había un arroyo luminoso que corría en silencio. Solía ver a
Larguirucho recostado en sus orillas, pescando con una caña y fumándose un
porro hermoso recién armado, debajo de un árbol. Lo saludaba desde lejos, con
alegría. Le gritaba que a la vuelta se detendría con él un momento, a compartir
el fruto de la pesca.
-Andá tranquilo, vos,
Hijitus.- Le decía Larguirucho.
Entonces seguía su
camino, y las nubes se iban tiñendo de rojo y violeta y en el suelo, por aquí,
por allá, la hierba se iba cubriendo de naranjas. A veces levantaba una y la
chupaba. Esos eran los sueños más lindos.