-La verdad,
Hijitus, nunca pensé que tendrías huevos para esto. Siempre fuiste medio putito
vos.
-Metete en
el auto, Mosconi. O te hago mierda acá nomás.
El comisario se sentó al volante. Sentía la punta del chumbo entre las costillas.
-Dale, la concha de tu madre. Destrabá las puertas.
El comisario se sentó al volante. Sentía la punta del chumbo entre las costillas.
-Dale, la concha de tu madre. Destrabá las puertas.
Mosconi
obedeció e Hijitus saltó, en un solo movimiento, al asiento trasero. Le apoyó
el arma en la cabeza y le ordenó que arrancara.
-¿A dónde
vamos, campeón?
-A un lugar
tranquilo, jefe. Vos y yo vamos a charlar un rato.
En una
calle de tierra, oscura y sin casas a los lados, Hijitus lo esposó y lo
arrastró fuera del auto. Lo arrojó al suelo, lo pateó un rato, y finalmente lo
amordazó para meterlo en el baúl.
Después
estuvo manejando un rato, convencido de estar haciendo lo correcto. Nadie los
había visto, nadie sabía a dónde iban, y nadie podría encontrarlos. Si el
comisario no se resistía demasiado, sería una tarea fácil: Obtendría los
nombres de los tipos, los mataría, recogería a Pichichus y saldrían del país. A
Uruguay, seguramente.
En retrospectiva, este plan continuaba pareciéndole el más sensato del mundo. No podía entender cómo mierda fue que todo se le había ido al carajo. Recordaba el rostro de Mosconi, algo deformado por los golpes, cubierto de sangre, y su obstinación enfermiza por permanecer en silencio. Hijitus llegó a pensar que al comisario le excitaban sus golpes, le endurecía la verga al extremo que le pegaran una, y otra, y otra vez. Porque sino no podía explicarse que alguien se negara tan rotundamente a dar una sencilla información que, para colmo, no le incidía en lo más mínimo.
En retrospectiva, este plan continuaba pareciéndole el más sensato del mundo. No podía entender cómo mierda fue que todo se le había ido al carajo. Recordaba el rostro de Mosconi, algo deformado por los golpes, cubierto de sangre, y su obstinación enfermiza por permanecer en silencio. Hijitus llegó a pensar que al comisario le excitaban sus golpes, le endurecía la verga al extremo que le pegaran una, y otra, y otra vez. Porque sino no podía explicarse que alguien se negara tan rotundamente a dar una sencilla información que, para colmo, no le incidía en lo más mínimo.
Un
yuta que no quería vender a sus amigos. A Hijitus se le reían las dos pelotas
juntas. Los yutas corruptos no tienen códigos. Y a decir verdad, ¿qué yuta no
es corrupto?, pensaba Hijitus. Todo cana es corrupto. Todos ellos imponen la
fuerza de un orden que destruye el mundo al que pertenece. Pero el yuta es
corrupto porque no quiere pertenecer a ese mundo. No. Él no quiere ser parte de
la plebe. Y como no tiene otra cosa que vender a parte de su fuerza bruta, es
todo lo que ofrece al orden: fuerza bruta. Vende su conciencia de clase por un
chumbo y una obra social.
Muy bien.
Entonces el pobre Hijitus va a tener que pensar en una nueva forma de justicia.
Va a tener que limpiarse la cara, la barba, los ojos, el culo y el alma. Se
levanta de su cama. Le tiemblan un poco las piernas, se tambalea y cae al
suelo. Siento olor a vómito, pero no recuerda haber quebrado. Es decir, no
recuerda haber quebrado aún más. Unos rayos de sol matutino entran por la
persiana como un montón de rayos láser disparados en una cámara oscura y
lastiman sus ojos. ¿Dónde carajos está Mosconi? Se pregunta Hijitus. ¿Qué pasó
con Mosconi?
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