lunes, 1 de agosto de 2016

Capítulo 4. Primera parte.

Había alguien hablando en su cabeza. ¿Un doctor? ¿Una enfermera? Pero no alcanzaba a entender lo que decían. Tal vez simplemente estuviera soñando de nuevo. O el licor barato estuviera haciendo estragos en lo que quedaba de su mente. Pero algo había, diferente, en la forma en que esas voces reverberaban dentro suyo. Algo terrible.
Quiso moverse hacia un costado pero no pudo. Luego hacia el otro. Parecía como si alguien lo sujetara por los hombros, pero tampoco podía verlo porque no podía abrir los ojos. Cuando quiso incorporarse, finalmente, una mano cálida se apoyó sobre su pecho desnudo.
-Quédese tranquilo, muchacho. Mejor que no se mueva.- La voz de una mujer joven.
¿Era posible que no recordara nada? ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Estaba en un hospital con una enfermera cualquiera o en un hotel con una prostituta cualquiera?
Debía tranquilizarse y escuchar con atención. Hacía frío, el colchón sobre el que estaba tirado era duro y evidentemente flaco. Oyó otras voces. Unos pasos. Sintió el aroma revulsivo de los consultorios clínicos. Estuvo a punto de vomitar. Algo había sucedido.
No podía ver, pero pudo adivinar que lo habían dejado solo, y que había ahí nomás otras camillas con otros infelices abandonados. Lo supo porque escuchó toces y alguna puteada débil como pobre consuelo. ¿Le habían pegado un balazo?
Está bien, pensó Hijitus. Tenía que pasar. No se puede ir reventando policías por ahí sin ninguna consecuencia. Pero lo que había pasado superaba su más fantasiosa expectativa. Era una lástima que en su memoria se formara esa laguna miserable, que le arrancaba, al menos de momento, el placer infinito de la máxima victoria, el de la obra acabada, el del súmmum del éxito final.
Tenía que haber sido algo grande, barruntaba Hijitus. Porque si lo había dejado en ese estado deplorable no pudo haber sido de principiantes. Sintió un pinchazo en el brazo izquierdo, pero en realidad ya se lo habían dado hacía rato, cuando le enchufaron el suero. Se quedó dormido.

La camilla se movía. Daba pequeños saltos. Lo trasladaban. Si estaban por sustraerle todos los órganos para traficarlos en el mercado negro, no podía hacer nada en absoluto. Al menos el hígado tendrían que tirarlo. También los pulmones. Lo llevaban por un pasillo largo y presentía las luces en el techo transcurriendo como las de una autopista. Sin embargo la mayor parte de los foquitos estaban quemados.
Una puerta se abrió con violencia y lo metieron en un cuarto pequeño. O al menos eso fue lo que se imaginó. Luego le pusieron una máscara en la cara, sintió un olor extraño, frío, entrando por su boca y llenando su cuerpo. Los ojos le ardieron levemente y al final no supo nada más. Cuando despertó se sentía mucho mejor.
Estaba en una habitación diminuta, de color marrón clarito con manchas amarillas de humedad en las paredes, pésimamente iluminada. Pero al menos no la compartía con nadie más y le habían puesto una estufa. No pudo levantar ni un poco la cabeza, pero con los ojos entreabiertos se animó a inspeccionar brevemente los detalles del lugar. Sin darse cuenta buscaba un lugar por donde escabullirse.
Sin embargo cuando entró la enfermera su ánimo se reprogramó por completo. Era una chica paraguaya, de pelo tan negro como el pozo en el alma de los borrachos y ojos asesinos, como los de un gato. Llevaba los labios rojos pintados con un rouge tan furioso y barato como su perfume, e inmediatamente quiso inmolarse en el fondo de su escote.
-Señor Hijitus- Le dijo, y eso ya le gustó porque nunca nadie lo llamaba señor. –Pronto estará repuesto por completo. Su amigo Larguirucho estuvo aquí esta mañana y le trajo un cubo de rubik para que se entretuviera mientras tanto. En realidad no puede jugar con él porque todavía está demasiado débil. Pero no se preocupe; para mañana no tendrá problemas en intentarlo. ¿Puedo ayudarlo con algo?
Hijitus sonrió, después de mucho tiempo.
-Un beso, nada más.- Dijo.
La chica acarició su brazo y le besó la frente. En seguida salió por la puerta.

Más útil habría sido pedirle un diario. Hijitus sabía que no estaba allí por una gripe. Más tarde, durante un sueño, recordó un infierno de disparos a todo su alrededor. Él también llevaba un arma. Dos. Una en cada mano. Detrás de él había tres policías en el suelo. Uno de ellos se revolvía con un agujero en el estómago sobre un charco de sangre. Los otros dos estaban muertos. Adelante, refugiados detrás de escritorios y barricadas improvisadas con dispensers de agua, sillas y ficheros de archivos, otros agentes desesperados le gritaban y abrían fuego. Todos debían estar muertos, porque él había logrado sobrevivir. Por fin se sentía realizado.



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