Había alguien hablando en su
cabeza. ¿Un doctor? ¿Una enfermera? Pero no alcanzaba a entender lo que decían.
Tal vez simplemente estuviera soñando de nuevo. O el licor barato estuviera haciendo
estragos en lo que quedaba de su mente. Pero algo había, diferente, en la forma
en que esas voces reverberaban dentro suyo. Algo terrible.
Quiso moverse hacia un
costado pero no pudo. Luego hacia el otro. Parecía como si alguien lo sujetara
por los hombros, pero tampoco podía verlo porque no podía abrir los ojos.
Cuando quiso incorporarse, finalmente, una mano cálida se apoyó sobre su pecho
desnudo.
-Quédese tranquilo,
muchacho. Mejor que no se mueva.- La voz de una mujer joven.
¿Era posible que no
recordara nada? ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Estaba en un
hospital con una enfermera cualquiera o en un hotel con una prostituta
cualquiera?
Debía tranquilizarse y
escuchar con atención. Hacía frío, el colchón sobre el que estaba tirado era
duro y evidentemente flaco. Oyó otras voces. Unos pasos. Sintió el aroma revulsivo
de los consultorios clínicos. Estuvo a punto de vomitar. Algo había sucedido.
No podía ver, pero pudo adivinar
que lo habían dejado solo, y que había ahí nomás otras camillas con otros
infelices abandonados. Lo supo porque escuchó toces y alguna puteada débil como
pobre consuelo. ¿Le habían pegado un balazo?
Está bien, pensó Hijitus.
Tenía que pasar. No se puede ir reventando policías por ahí sin ninguna
consecuencia. Pero lo que había pasado superaba su más fantasiosa expectativa.
Era una lástima que en su memoria se formara esa laguna miserable, que le
arrancaba, al menos de momento, el placer infinito de la máxima victoria, el de
la obra acabada, el del súmmum del éxito final.
Tenía que haber sido algo
grande, barruntaba Hijitus. Porque si lo había dejado en ese estado deplorable
no pudo haber sido de principiantes. Sintió un pinchazo en el brazo izquierdo,
pero en realidad ya se lo habían dado hacía rato, cuando le enchufaron el
suero. Se quedó dormido.
La camilla se movía. Daba
pequeños saltos. Lo trasladaban. Si estaban por sustraerle todos los órganos
para traficarlos en el mercado negro, no podía hacer nada en absoluto. Al menos
el hígado tendrían que tirarlo. También los pulmones. Lo llevaban por un
pasillo largo y presentía las luces en el techo transcurriendo como las de una
autopista. Sin embargo la mayor parte de los foquitos estaban quemados.
Una puerta se abrió con violencia
y lo metieron en un cuarto pequeño. O al menos eso fue lo que se imaginó. Luego
le pusieron una máscara en la cara, sintió un olor extraño, frío, entrando por
su boca y llenando su cuerpo. Los ojos le ardieron levemente y al final no supo
nada más. Cuando despertó se sentía mucho mejor.
Estaba en una habitación
diminuta, de color marrón clarito con manchas amarillas de humedad en las
paredes, pésimamente iluminada. Pero al menos no la compartía con nadie más y
le habían puesto una estufa. No pudo levantar ni un poco la cabeza, pero con
los ojos entreabiertos se animó a inspeccionar brevemente los detalles del
lugar. Sin darse cuenta buscaba un lugar por donde escabullirse.
Sin embargo cuando entró la
enfermera su ánimo se reprogramó por completo. Era una chica paraguaya, de pelo
tan negro como el pozo en el alma de los borrachos y ojos asesinos, como los de
un gato. Llevaba los labios rojos pintados con un rouge tan furioso y barato
como su perfume, e inmediatamente quiso inmolarse en el fondo de su escote.
-Señor Hijitus- Le dijo, y
eso ya le gustó porque nunca nadie lo llamaba señor. –Pronto estará repuesto
por completo. Su amigo Larguirucho estuvo aquí esta mañana y le trajo un cubo de
rubik para que se entretuviera mientras tanto. En realidad no puede jugar con
él porque todavía está demasiado débil. Pero no se preocupe; para mañana no
tendrá problemas en intentarlo. ¿Puedo ayudarlo con algo?
Hijitus sonrió, después de
mucho tiempo.
-Un beso, nada más.- Dijo.
La chica acarició su brazo y
le besó la frente. En seguida salió por la puerta.
Más útil habría sido pedirle
un diario. Hijitus sabía que no estaba allí por una gripe. Más tarde, durante
un sueño, recordó un infierno de disparos a todo su alrededor. Él también llevaba
un arma. Dos. Una en cada mano. Detrás de él había tres policías en el suelo.
Uno de ellos se revolvía con un agujero en el estómago sobre un charco de
sangre. Los otros dos estaban muertos. Adelante, refugiados detrás de
escritorios y barricadas improvisadas con dispensers de agua, sillas y ficheros
de archivos, otros agentes desesperados le gritaban y abrían fuego. Todos
debían estar muertos, porque él había logrado sobrevivir. Por fin se sentía
realizado.
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