No me animaba, Pichichus, a
restablecer la justicia. Me pesaba la mano para impartirla. Porque en el
pueblo, allá era muy fácil. Pero acá, Pichichus; vos viste cómo era acá. La
gente tiene tantas necesidades, casi todas falsas. Nadie puede decir con
certeza qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, si es que pueden
establecerse realmente estas categorías en el ámbito del quehacer humano.
Allá, en el pueblo, la vida
era simple y la labor de la justicia, por ende, más sencilla. El Comezario era
un tipo con criterio en el que todos confiábamos. Por eso nunca dudé en
brindarle mi ayuda. Hacer las cosas bien consistía en mantener el orden y
acatar la ley, encarnados en su figura. Si no queríamos que reinara la
anarquía, simplemente debíamos obedecerle.
Acá, un pibe le arrebata el
teléfono celular a un tipo en la calle. Antes de llegar corriendo a la esquina,
lo agarran entre cinco –incluído el dueño del teléfono- y lo revientan a
golpes. ¿A quién se supone que debo castigar? ¿Al pibe? ¿A los tipos? ¿Al dueño
del teléfono? ¿Quizás a los padres de todos ellos? ¿O al fabricante? La
brutalidad no es injusticia, Pichichus; es ignorancia. ¿Cómo se castiga al
bruto, al ignorante, al alienado? ¿Hay que castigarlo?
El comisario Mosconi, ese
hijo de puta, ¿de qué crimen se supone que lo acuse? De encubrimiento, de
corrupción, de asociación ilícita. ¿De asesinato? Y sin embargo, Pichichus, no
podía dejar de verlos como oficiales de la ley. Porque en esta ciudad, querido
amigo, la brutalidad y la ignorancia son ley. Acusarlo de encubrimiento, de
corrupción, era casi como acusarlo de sobrevivir. ¿De asesinato? Yo no lo vi
tirando a nadie al río. Y sobrevivir no puede ser un crimen.
Por eso tardé, Pichichus.
Tenía al comisario en ese galpón, sabía que su gente lo buscaba, que el tiempo
era determinante, pero no sabía que vos ibas a morirte. Porque entonces sí,
amigo; Hubiera ido corriendo a tu lado para abrazarte, para decirte que no te
había olvidado. Pero la puta madre, Pichichus. Sí; sí lo había hecho.
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Era una noche de lluvia,
pero de esas lluvias chiquitas, molestas. El frente de la comisaría lucía
tranquilo, con dos patrulleros en la puerta y un hombre, de civil, que fumaba
un cigarro en la entrada.
Hijitus, a la distancia,
intentó reconocer si se trataba de uno de los policías del puente, pero no
tenía forma de hacerlo. Su recuerdo era vago; apenas había alcanzado a verlos.
Y ahora estaba tan lejos como aquella vez.
Secuestrar al comisario en
la puerta de la comisaría no parecía un plan brillante. Pero después de que
atacaran su casa comprendió que haber acudido a Oaky para obtener información
había sido un error grosero de su parte.
¿Quién, sino ese enano hijo
de puta, podría haber puesto al comisario sobre aviso? Oaky Goldsilver lo tenía que haber traicionado,
y todo por una antigua historieta con una minita que ya no le importaba a
nadie.
Oaky y la puta que te parió,
pensaba Hijitus ahora, escondido detrás de un árbol, vigilando la entrada de la
comisaría. Le parecía que la traición de su viejo amigo era, en relación con la
suya propia de tantos años atrás, mucho más grave y peligrosa.
Mientras observaba unos
autos estacionados sobre el cordón de la vereda, a unos metros del edificio,
pensó por trigésima vez, sin embargo, que existía la posibilidad de que Oaky no
hubiera hablado con Mosconi, de que tal vez este último hubiese actuado por su
cuenta simplemente para enviarle un mensaje, una amenaza, volando todas las
ventanas del frente de su casa.
Uno de esos autos debía ser
el del comisario, lo sabía. Tenían lindos autos esos hijos de puta. Al cabo de
un rato Mosconi salió con una llave en una mano y un pedazo de torta en la
otra. Debían haber estado festejando un cumpleaños.