Capítulo 3: La muerte lo comprende todo


Si para Borges la memoria constituía un laberinto, Hijitus ni siquiera hallaba la entrada a éste todavía. No sólo era incapaz de recordar; a decir verdad, los recuerdos le asaltaban arbitrariamente en cualquier momento y en cualquier orden. Al de las largas piernas de la vecinita de enfrente y aquellos ruidosos carnavales en el pueblo, le seguían el de la jeta reventada de Mosconi, el sobrevuelo fatídico sobre Puente Viejo, la voz de Larguirucho al otro lado del teléfono.
Debían haber pasado dos semanas desde que Mosconi atacara su casa. Oaky no había vuelto a comunicarse con él, y en la televisión no hablaban de otra cosa que de la desaparición del comisario. Los medios afirmaban que podía tratarse de un ajuste de cuentas, otros, que de un mensaje del narco. Hijitus aún no volvía a su casa porque Oaky, ese enano botón, podía dar aviso a la policía y entonces todo se habría acabado. En cambio, permanecía oculto en una pensión en el barrio de San Telmo, barrio de guapos y turistas japoneses.
Una mañana le golpean la puerta.
-Che, Pibitus- (porque así se hacía llamar en esos días) -Parece que tenés un llamado.
La casera de la pensión, una señora grandota, algo sucia pero inusualmente amable, le indicó dónde estaba el teléfono. Hijitus sabía de quién se trataba, porque su vieja podía haberle dado el número a una sola persona, la única que podía ubicar a su vieja.

-¿Larguirucho?- Dijo.
-Hablá más fuerte que no te escucho.
Los dos rieron durante un largo rato. Demasiado tiempo habían pasado sin hablarse.
-Tu vieja me pidió que te dijera que estaba todo bien. Que cuándo te vas a llevar al perro.
-Estoy metido en un quilombo groso, amigo. Creo que puede llevarme unos cuántos días resolverlo.
-No te preocupes, Hijitus. Va a estar todo bien. ¡Si vos siempre salís bien parado en todos los tiros! Pero contame, chamigo. ¿Qué quilombo es este que armaste?
-No quiero comprometerte, Larguirucho.
-¡Ma! ¿Qué comprometerme ni qué comprometerme? ¿Somo amigo o no somo amigo?
Hijitus miró alrededor y vio algunas caras sospechosas merodeando demasiado cerca. Gente dudosa que se alojaba en la pensión, igual que él.
-No puedo contarte mucho desde acá- Dijo, y luego bajó la voz: -¿pero escuchaste hablar del caso Mosconi?
-Jujuja jujaju!!!
-No le cuentes a nadie, Larguirucho; no seas boludo.
-¿Que si escuché hablar? ¡Es trendin topi en las redes!
-El tipo es un asesino, Larguirucho. Y tengo que encontrar a tres de sus amigos.
-¡Pero dejate de joder, Hijitus! ¿Por qué no vas con tu vieja y con Pichichus, que te necesitan?
-Haceme el favor de cuidarlos un tiempito. Yo tengo que resolver esto. Dame algunos días. ¿Cuento con vos?
Larguirucho se quedó un rato en silencio, pero en seguida volvió a gritar.
-¡Más vale que contás conmigo! ¿Con quién te pensás que estás hablando? ¿Somo amigo o no somo amigo?

Después de colgar, Hijitus decidió que esa tarde iría al galpón donde lo tenía a Mosconi. Hacía por lo menos treinta y seis horas desde la última visita, y tenía que empezar a acelerar los trámites.
Se tomó el tren en Once (ya no quería volar) y se bajó casi una hora después en la estación de Merlo. Un colectivo ruinoso que iba saltando entre las veredas y los baches lo llevó hasta la ruta, y aún entonces anduvo un rato antes de bajarse.
A los costados sólo había terrenos baldíos y calles de tierra salpicadas de construcciones abandonadas, de ladrillo a la vista y techos de chapa, viejos locales comerciales, oscuros y perdidos, de los que entraban y salían, muy lentamente y de vez en cuando, individuos rústicos y amenazantes.
Dobló en una de las calles y caminó durante casi media hora, dejando atrás el barrio, hasta llegar a un complejo de almacenes que habían dejado de funcionar hacía muchos años. En uno de esos estaba Mosconi, aguardando.
Metió la llave en el candado de la puerta, luego otra en la cerradura, y empujó con fuerza. La puerta se abrió y en seguida un olor extremadamente insoportable lo rodeó y casi lo voltea; una mezcla de orina y carne hinchada por las moscas. Ahí estaba el comisario. Se había caído con la silla hacia un costado, quizás intentando zafarse.
Hijitus no tuvo que mirarlo demasiado para entender que estaba muerto. Sin embargo se acercó cautelosamente, relojeando hacia los costados, como si alguien fuera a sorprenderlo de golpe, y se agachó junto al cuerpo para inspeccionarlo detenidamente.
La cara parecía un globo violeta. El pelo se le convertía en paja seca. Quieto, como un perro abierto al costado de la ruta, estaba tibio todavía aunque no sabía si por la cercanía del deceso o por la actividad de las bacterias que habían empezado su tarea.
Pudo haber muerto desangrado. No tenía golpes en la cabeza (aparte de los que él le había dado). O quizás le había dado un infarto intentando aguantar para no cagarse. De cualquier forma toda la operación estaba jodida, y el hijo de puta de Mosconi había tenido razón: Hijitus no servía para esto, no tenía mano ni cabeza para la tortura.
Su enemigo se llevaba los tres nombres. Y aún peor: su confianza en sí mismo.

***

Después de matar a un policía ya nada vuelve a ser igual; Y menos para un adalid de la justicia. La cosa se vuelve vicio. Veamos el caso de Hijitus, que después de la muerte de Mosconi se nos desmorona porque no consigue los nombres de los tres tipos que estaba buscando. Deja que corra un poco de agua bajo el puente, que encuentren el cuerpo, que los medios conjeturen sobre lo acontecido, que la investigación avance. Aunque está deprimido, permanece tranquilo; Nada lo vincula con el caso, salvo Larguirucho y Oaky, quienes conocen algunos detalles.
Pero esto no le preocupa en absoluto. Larguirucho era un boludo, pero leal, como un perro. Y Oaky jugaba en otro terreno. No intentaría meter a la Justicia en el medio. Así que no tenía otra cosa que hacer además de aguantar en la pensión a que se estabilizara un poco el panorama (y un comisario que aparece muerto atado a una silla y con síntomas de haber sido torturado es un panorama que tarda en estabilizarse). Procuró no salir mucho de su habitación y la única vez que le llegó una llamada mandó a decir que se había tomado el palo.
La guita era otro tema. Antes de que Mosconi se hiciera cargo de la comisaría de Berazategui, Hijitus recibía regularmente una pensión –bastante modesta, por cierto- de parte de la Provincia, en carácter especial por los servicios extraordinarios prestados en Trulalá, su pueblo natal. La cosa cambió con la nueva administración, que no era amiga de estos tratos inusuales, y a Hijitus le cortaron el chorro acusándolo de ñoqui, como a tantos otros trabajadores independientes que servían a la comunidad por fuera de las instituciones habituales.
Ahora sus reservas empezaban a escasear y pronto tendría que volver a su casa, a la que ni siquiera había arreglado la ventana del frente después del tiroteo. Pero una noche, acosado por la sobriedad, una serie de agitados pensamientos se arremolinaron en su mente y nuevas ideas comenzaron a aparecer. Ideas frescas, grandes, importantes. Y se le ocurrió entonces que con la muerte de Mosconi no todo estaba perdido. Muy por el contrario, algo nunca antes visto estaba naciendo de toda aquella situación. Y se dijo, casi en voz alta: ¿Y si empezara a perseguir yutas, a sacarles información para ajusticiarlos y las billeteras para vivir? ¿No sería esa una forma verdaderamente decente de encarar la vida?

***

Alejandro Rubio salió por la puerta de la comisaría y caminó unos pasos hasta su Fiat Siena modelo 2010. Era una mañana soleada y había terminado su turno después de una noche quieta y aburrida. Generalmente odiaba esas noches; Se hacían largas, inútiles. Se pudría de tomar mate y jugar a las cartas. Mucho más le gustaba salir a la calle y buscar algo que hacer. Tener una orden que le evitara el tedio de pensar por qué carajos estaba perdiendo el tiempo ahí. No. No le gustaba andar preguntándose gilada. Prefería la acción, sin ninguna duda. Algo que le hiciera mover el culo y correr, el eco de un tiroteo en una esquina desolada a mitad de la madrugada. Los gritos. La emocionante canción de unos pies que huían por el asfalto, la respiración agitada de alguien escondido detrás de una columna, la de un cuerpo desplomándose en el cordón de una vereda.
Generalmente prefería esas noches llenas de muerte y de vida antes que la quietud amarga y fría de una jornada tranquila dentro de la comisaría. Pero esta vez no. No hacía mucho que el cadáver de Mosconi había aparecido en un galpón en el culo del mundo, y el personal todavía no se recuperaba. Eran días de zozobra, de recogimiento. Muchos habían estado pensando en sus propias familias. Otros habían pensado incluso en sí mismos. La prensa los había estado acosando y la moral y el estado de ánimo general estaban por el suelo. Un fiscal había estado dando vueltas. Les había hinchado las pelotas a todos con preguntas. Estaban cansados. Querían colaborar pero no había espacio en sus pobres almas para eso. Parecían aniquilados.
Algunos, como Domínguez y Melián, elegían la calle. Alejandro los entendía; por un lado no era mala idea alejarse un poco, meter la cabeza en otro lado. Hablar con la gente afuera, pelearse un poco. Pero a él le costaba un poco más arrancar. Cada vez que se planteaba la posibilidad de salir, se le venía a la cabeza la imagen de su hijito de tres años, en brazos de Claudita, y la de él mismo, en el lugar de Mosconi, cagado a palos y reventado en un galpón roñoso al fondo de Merlo. Ese temor lo invadía desde adentro y lo paralizaba. Podría cagarse encima si un ataque así le daba estando afuera. Se había decidido a esperar. Después de todo, el cagazo no podía durar para siempre.

Sentado al volante, con el sol pegándole de costado, pensaba en esta situación y le entraban ganas de llorar. Por eso no le agradaban esos momentos sobrios, lentos. Porque eran al pedo; un hilo de pensamientos inoportunos lo atravesaban y era incapaz de controlarlos. Todo lo que obtenía de ellos era una sensación de mierda que en seguida quería sacarse de encima.
Los ojos se le ponían vidriosos. Golpeó el volante un par de veces. Se mordía el labio inferior. Se rascó una oreja y aceleró. Quería llegar a su casa cuanto antes; estar con su hijito y con la Claudia. Antes podía pasar por una panadería, comprar media docena de facturas. Casi siempre se iba a dormir directamente después de cruzar la puerta. Pero hoy no. Hoy se quedaría despierto. Hablaría con su familia. O aún mejor: escucharía a su familia. Lo que Claudia tuviera para contarle (¿se habría amigado con su hermana?); lo que el enano le contara sobre sus nuevos juguetes. Esta mañana, este día, sería para ellos.

Estaba llegando a Puente Pueyrredón cuando un diminuto punto azul en el cielo llamó su atención, desviando el curso de sus ideas. Era un punto azul brillante que se movía lentamente a un lado y a otro, y parecía aumentar gradualmente de tamaño. Recordó a su primo Horacio, que había querido entrar en el ejército para estudiar el fenómeno OVNI. Qué tipo boludo ese Horacio. ¿Pero era eso que estaba viendo un puto OVNI?
La verdad es que no tuvo mucho tiempo para considerarlo. En seguida la figura fue creciendo, y comenzó a verla en más detalle. No parecía un algo, sino un alguien. Entrecerró los ojos para enfocar la vista y pudo verlo con claridad: Un tipo  barbudo con mirada de lince, volando, extendiendo ambos brazos hacia el horizonte, con una hélice diminuta en lo más alto de su cabeza y una capa, por detrás, que flameaba frenéticamente a gran velocidad.
Pensó en frenar el auto y bajarse, pero entonces descubrió lo que estaba sucediendo: Hijitus iba directamente hacia él, rumbo a hacerse mierda contra su auto. Era el asesino de Mosconi, y también el suyo.
Entonces pisó aún más el acelerador, se abalanzó sobre el volante, firme, y cuando se hubieron acercado lo suficiente, intentó el volantazo hacia la izquierda, pasándose a la otra mano. Fue tarde. Hijitus intuyó la maniobra y se le metió directamente por el parabrisas, a la velocidad de una bala, partiéndolo en dos. Luego salió por la ventana de atrás sin detenerse y levantó vuelo una vez más. Se perdió en lo más alto del cielo.

***

Después de Rubio siguieron algunos otros. Le gustaba leer después las crónicas policiales. Todo el país se estaba volviendo loco con la aparición regular de policías asesinados en cualquier momento sin otro móvil que el robo de sus billeteras.
Ahora le temblaban todavía el puño izquierdo y la mandíbula inferior; No sabía si a causa de la emoción del último enfrentamiento o del dolor mismo. Hijitus aún tenía miedo de que hubiera algún testigo, aunque todo había sido demasiado rápido.
Fue al baño y se quitó el traje azul. Se paró desnudo frente al espejo. Le daba bronca tener esa buzarda vulgar, producto de los años de inmovilidad venidos encima junto con sustanciosas cantidades de cerveza. Se acarició la barba, pensativo. Si estuviera en forma habría esquivado esa bala. En cambio, el yuta había tirado y él solamente alcanzó a cubrirse la cara, como una maricona. Tuvo suerte; la bala apenas le rozó la mano izquierda.
Se metió en la ducha, no sin algo de dificultad. Con la cabeza bajo el agua imaginó su propio identikit dando vueltas por todos los noticieros, y a todo el mundo diciendo “¡pero si ese es Hijitus, el del Sombrero Sombreritus! ¡Es un asesino de policías!”.
Había cruzado a Melián en una calle de tierra, oscura. No había señales de vida dentro de las precarias construcciones que se levantaban tristemente alrededor. ¿Por qué estaba Melián en ese lugar? No lo sabía. Había estado siguiendo su auto durante casi dos horas y el tipo terminó metiéndose ahí. Sin dudas Hijitus no iba a desperdiciar la oportunidad.
El recorrido sospechoso del cana lo envalentonó. Cualquier cosa que un agente estuviera planeando a esas altas horas de la madrugada, fuera de servicio, y en un lugar como ese, no podía ser nada bueno.
El Volkswagen Gol, gris, había aminorado la marcha en esa esquina para pasar un pozo interminable lleno de agua y basura. La tarde anterior había estado lloviendo. No era fácil transitar por ahí. Por eso Melián, que iba muy concentrado en el estado del camino, tardó en ver que Hijitus se había parado frente al auto, en medio de la calle, a poco más de diez metros.
Primero Mosconi, después Rubio. Fue lo que pensó Melián cuando finalmente levantó la vista y se encontró con Hijitus bajo la luz de los faros. Así que fuiste vos, hijo de puta. Tenía el chumbo entre los huevos; lo agarró con un manotazo rápido e imposible de adivinar desde fuera y puso el dedo en el gatillo.
Anduvo unos metros más, todavía, mientras Hijitus permanecía de pie, inmutable. Era un blanco fijo. En un solo movimiento, Melián apagó las luces del auto, abrió la puerta, saltó a la calle y, antes de tocar el suelo, tiró.
Después de rodar por el piso y embarrarse hasta el ojete, dio un salto y buscó con la mirada a su enemigo. Ahora estaba todo demasiado oscuro, pero parecía que Hijitus no estaba en el suelo. Había fallado. Corrió agachado hasta el auto, que había seguido andando hasta golpear un tronco al costado de la calle, y temblando como un pichón mojado se metió dentro.
Le costó meter la llave para hacerlo arrancar. Estaba a punto de ponerse a llorar y empezó a putear en voz alta. Sobre todo a Hijitus, pero también a su propia madre. Cuando por fin pudo, el motor se encendió y al mismo tiempo las luces. Entonces vio, por un segundo, a Hijitus en el asiento trasero. Tenía barro en la cara.
-La concha de tu madre.- Le dijo Melián.
El derechazo de Hijitus fue tan fuerte que la cabeza del cana dio contra la ventanilla, rompiéndola. Los vidrios no terminaban de estallar cuando le rodeó el cuello con un brazo, y tres ó cuatro golpes en el medio de la cara lo dejaron fuera de combate.
Hijitus lo arrastró afuera lo más rápido que pudo. Lo tiró a un costado, le sacó la billetera del bolsillo y el arma de la mano (que todavía tenía agarrada con fuerza) y, aunque el otro estaba inconsciente, le disparó tres veces en el pecho. Luego una más en la boca, sonriendo
Echó a correr en seguida, a supervelocidad. Tropezó en la esquina, pero se levantó, se sacudió las rodillas, y siguió, aunque miró hacia atrás un par de veces, para ver si alguien lo estaba mirando, pero no vio a nadie.

Más tarde, la primera en enterarse que algo andaba mal fue Liz, una travesti de Caraza que estuvo esperando a Melián durante una hora, en la esquina de siempre. Todos los miércoles Melián la llevaba hasta su casa. Ella también lo quería.

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