Capítulo 2: Tiempos de rosas rotas

-Boludo, conozco mucha gente; pero son todos de acá. Con zona sur no tengo nada que ver. Ese tal Mosconi que me decís, la verdad es que no lo registro, pero si querés te averiguo: seguramente alguien pueda tirarme una data. ¿Podés aguantar hasta el viernes?
-Sí, claro. Gracias, Oaky. Cuento con vos entonces. Un gusto volver a oírte.
-El gusto es mío, Hijitus. Aunque siempre supe que un día volveríamos a hablarnos. ¿Tus cosas cómo andan?
Hijitus quería colgar. No le agradaba demasiado la idea de reavivar la relación con su viejo amiguito, ahora devenido en la cabeza de una exitosa firma de abogados.
-Bien.- Le contestó. –Pichichus está con mi vieja hace unos días. No quiero meterlo en este quilombo.
-Claro, seguro.- Concedió Oaky.
-Desde que vinimos a la ciudad la cosa se puso bastante fulera.
Oaky rió.
-Y si- dijo. -Acá no es lo mismo que allá, cabeza. ¿Cuándo se vinieron?
-Hace un par de años, cuando murió el Comezario, allá en el pueblo.
-¿Vas a volver?
-No lo sé. Probablemente. Cuando pase todo esto.
Hijitus se dio cuenta de que estaba soltando demasiada información. Después de todo, hacía muchos años que no se hablaban y no sabía si podía confiar en él. No después de todo lo que había pasado.
-Esta ciudad no es para todos, Hijitus. Te va comiendo por dentro. Si no encontrás la forma de sobrevivirla, te tenés que rajar. Si ya te diste cuenta, hacelo cuanto antes. Después va a ser demasiado tarde. Además, no podés comparar toda esta locura con nuestro querido pueblito. Quién te dice, quizás hasta yo me vuelva para allá.
-Tu viejo, ¿cómo anda?
Oaky volvió a reír.
-El viejo Goldsilver.- Y reía. –Es indestructible ese hijo de puta.
Colgó y le quedó un sabor amargo. Pensó que podía ser un poco la nostalgia de su pueblo, de Trulalá, el recuerdo del Comezario, de Goldsilver; el recuerdo de todo lo que había desaparecido. El de la vecinita de enfrente.

Estaba seguro de que su viejo amigo tampoco se habría olvidado. Esas cosas no se olvidan. Pero no podía asegurar con la misma facilidad que Oaky le guardara aún algún rencor por toda aquella historia. Al fin y al cabo se reducía a un ya lejano problema entre adolescentes, a una mega boludez del pasado.
Sin embargo, aquel rollo entre tres pendejos calentones había sido suficientemente grave como para que nunca más volvieran a hablarse. Hijitus lo sabía, aunque quisiera engañarse creyendo que se trataba de una nimiedad. Era una mega boludez muy grave, de esas que dejan marcas.
Él mismo -pensaba después de hablar con Oaky, mientras se preparaba un sánguche de queso y tomate para la cena- se había descubierto pensando en la vecinita de enfrente durante todos esos años. Largos años de volver a aquel drama ridículo y a aquel amor.
Primero veía a la vecinita en la puerta de la mansión de los Goldsilver, con su jumper del secundario, dos colitas de pelo rojo, un chupetín en la boca y la carpeta y el libro apretados contra el bléiser a la altura del pecho. Todavía le hervía la sangre como a un toro en la arena cuando evocaba aquel cuadro.
Y sus piernas, como de marfil, las medias azules por las rodillas, los ojos de toda Trulalá metidos debajo de su pollera.
Oaky la paseaba por todos lados y ella iba siempre callada. No parecía ser feliz junto al hijo del millonario del pueblo, e Hijitus sospechaba que los padres de la chica favorecían y hasta forzaban la relación por conveniencia económica.
Goldsilver, que era un tipo siempre tan correcto, no parecía oponerse a esta fantochada, quizás para no granjearse el rechazo y el odio de su único heredero. Pero lo cierto es que en cierta ocasión, durante una cena de Navidad que la acaudalada familia brindó en la plaza de Trulalá, Hijitus lo descubrió mirándole el culo a la piba con impune alevosía.
No dijo nada, pero a los pocos días la encontró casualmente a la salida del colegio, llorando en el cordón de la vereda a unas pocas cuadras de su casa. Se acercó a ella y le preguntó si podía sentarse a su lado.
-Vos sos muy bueno, Hijitus.- Le dijo ella, pasándose un pañuelo por los ojos. -Pedís permiso hasta para sentarte.
-Lo voy a tomar como un cumplido- Le respondió entre risas, y se sentó.
Pero la piba no sonrió siquiera. En cambio, le dirigió una mirada profunda, secreta, destructiva.
-Mis padres insisten en que debo ser la novia de Oaky porque su familia tiene plata, pero a mí me gustás vos, Hijitus. ¿Por qué mierda vivís en un caño?
-Yo… no sé…
-Quiero decir, no te enojes, pero siempre estás ayudando a todos. Todo este pueblo se vendría abajo si vos no estuvieras, y nadie te da nada a cambio. No te pagan, no te ayudan.  Y vos seguís al servicio de ellos.
Hijitus no sabía qué decir. Quiso darle una respuesta coherente que justificara su miserable pobreza, pero antes de que pudiera darse cuenta, la piba se le tiró encima y le comió la boca. Sintió el gusto a chicle de frutillas y a los diez segundos tenía la verga tan dura como un lingote de oro.
-Vamos a mi casa- Le dijo, y ella aceptó.
Alguien (nunca supo quién) debió haberlos visto, porque al otro día todos en Trulalá se habían enterado. 

***

Si uno le preguntaba a Hijitus cuál era su idea del amor, él respondía que los era el motor que movilizaban los sentimientos de amistad y justicia. Tardó en descubrir que ambas cosas no pueden ir de la mano, que no se puede ser fiel a los amigos y justos con ellos a la misma vez.
¿Por qué traicionó a Oaky? Durante mucho tiempo Hijitus protegió su propio ego pensando que su amigo se merecía lo que le había pasado, por egoísta y por pelotudo. Decía que haberse acostado con su novia fue lo mismo que impartir una especie de castigo. Oaky tenía que aprender la lección: su novia, y las demás personas, no eran objeto de su posesión.
Evidentemente Oaky no era de la misma opinión.
Lo que sucedió después precipitó los acontecimientos. Oaky fue hasta el caño donde vivía Hijitus, al grito de ¡lompo lalma!, y quiso pelear con él. Era la mejor época para Súper Hijitus. Atravesaba su sombrero de linyera y se convertía en una bola de músculos capaz de aboyar la coraza de un submarino nuclear. La paliza que recibió Oaky no duró ni un minuto. Por suerte para él, enseguida intervino el Comezario y lo hizo repimporotear para el calabozo.
Al día siguiente Goldsilver pagó la fianza y se lo llevó a la ciudad, lejos del escarnio público. Nunca más volvieron al pueblo.
Un tiempo después, Larguirucho logró que Hijitus recapacitara un poco. Solamente un poco. Le dijo que a los amigos esas cosas no se les hacen.
-Primero le zarpaste la novia y después lo cagaste a trompadas. Y encima lo metieron en cana.
-Sí, Larguirucho, pero el Oaky estaba haciendo muy mal las cosas. Alguien lo tenía que parar.
-Y en vez de ir a hablar con él, lo mejor que se te ocurrió fue ir y garcharte a su novia.
Hijitus sabía que el tipo tenía razón.
-Yo no fui. Ella vino.
-Y yo no te vi salir corriendo. Sos un garca, loco.
En ese momento no le preocupó que Larguirucho se las tomara, casi llorando, ofendido. Siempre volvía. Era medio boludo. Pero era buen amigo.
Hijitus se quedó pensando un tiempo, al cabo del cual le mandó una carta intentando explicarse y, de alguna manera, disculpándose, pero Oaky nunca le respondió. La vecinita de enfrente y sus padres también se fueron del pueblo, perseguidos por los murmullos y las acusaciones de las vecinas más ladinas. Algunos dicen que se mudaron a Ramallo; otros, a Lincoln. Pero la verdad es que a nadie dijeron adónde.

La noche del viernes, tres días después de haber contactado con Oaky, Hijitus esperaba su llamado. Afuera una luna gorda y redonda alumbraba las calles de tierra, donde el aire mezclaba el aroma de los jacarandaes con el de lejanos basurales y la mugre de las veredas imaginarias.
Para matar el tiempo, se empeñaba en un solitario con cartas españolas sobre la mesa ratona del living, que era, a decir verdad, un cajón de verduras. Lo rodeaban colillas de cigarrillos y bollos de papel. Una botella aquí, otra allá. Todas vacías excepto la que estaba junto a él.
Hacia las doce comenzó a dudar de la promesa de su amigo, pero apenas pasada la medianoche sintió un auto doblando en la esquina. No supo por qué, pero enseguida entendió que era para él. Saltó del sillón, apagó las luces del frente y se escondió detrás de la persiana, logrando espiar hacia afuera por entre las rendijas de abajo, en cuclillas.
El coche fue aminorando la marcha a medida que se acercaba. Parecía que venían estudiando el frente. Hijitus observaba con desconfianza. Se lamentaba, por un lado, de que Pichichus estuviera tan lejos; en estas situaciones podía mandarlo a investigar los movimientos de afuera. Pero sabía que era mejor así. Que estuviera a salvo. Esto no era como sus viejos días en el campo. Sólo ocurría que lo extrañaba más que a nada en el mundo.
Sin saber bien qué hacer, se refugió lo más que pudo contra la pared, oculto detrás de la persiana, y esperó. Afuera el viento latía en silencio, impregnando la noche con un ligero aroma a peligro. Hijitus sintió un extraño dolor en la entrepierna, la sangre atorándosele en el cuello. Sentía, como nunca, que la muerte era una amenaza real.
De pronto el aire se cortó en un estruendo y saltó en pedazos. Una ráfaga de ametralladora hizo volar los vidrios de las ventanas. Las paredes estallaban por todos lados. Fragmentos arrancados se rompían por todas partes.
Hijitus se arrojó al suelo instantáneamente y se cubrió la cabeza. Le parecía incluso oír el silbido de las balas pasando a pocos centímetros de distancia. Le dolía, por todo el cuerpo, la impresión de estar siendo lacerado por miles de pequeñas astillas de vidrio.
Fueron unos segundos, apenas, pero sintió como si un trueno no terminara nunca de caer encima suyo. En seguida se detuvo, sin embargo, y en la quietud emergente escuchó que alguien gritaba:
-¡Hijitus y la concha de tu madre!
No supo quién era.

***

No me animaba, Pichichus, a restablecer la justicia. Me pesaba la mano para impartirla. Porque en el pueblo, allá era muy fácil. Pero acá, Pichichus; vos viste cómo era acá. La gente tiene tantas necesidades, pero casi todas son falsas. Nadie puede decir con certeza qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, si es que puede establecerse realmente lo que está bien y lo que está mal en este mundo.
Allá, en Trulalá, la vida era simple y la labor de la justicia, por ende, más sencilla. El Comezario era un tipo con criterio en el que todos confiábamos. Por eso nunca dudé en brindarle mi ayuda. Hacer las cosas bien consistía en mantener el orden y acatar la ley, encarnados en su figura. Si no queríamos que reinara la anarquía, simplemente debíamos obedecerle.
Acá, un pibe le arrebata el teléfono celular a un tipo en la calle. Antes de llegar corriendo a la esquina, lo agarran entre cinco -incluido el dueño del teléfono- y lo revientan a golpes. ¿A quién se supone que debo castigar? ¿Al pibe? ¿A los tipos? ¿Al dueño del teléfono? ¿Quizás a los padres de todos ellos? ¿O al fabricante? La brutalidad no es injusticia, Pichichus; es ignorancia. ¿Cómo se castiga al bruto, al ignorante, al alienado? ¿Hay que castigarlo?
El comisario Mosconi, ese hijo de puta, ¿de qué crimen se supone que lo acuse? De encubrimiento, de corrupción, de asociación ilícita. ¿De asesinato? Y sin embargo, Pichichus, no podía dejar de verlos como oficiales de la ley. Porque en esta ciudad, querido amigo, la brutalidad y la ignorancia son ley. Acusarlo de encubrimiento, de corrupción, era casi como acusarlo de sobrevivir. ¿De asesinato? Yo no lo vi tirando a nadie al río. Y sobrevivir no puede ser un crimen.
Por eso tardé, Pichichus. Tenía al comisario en ese galpón, sabía que su gente lo buscaba, que el tiempo era determinante, pero no sabía que vos ibas a morirte. Porque entonces sí, amigo; Hubiera ido corriendo a tu lado para abrazarte, para decirte que no te había olvidado. Pero la puta madre, Pichichus. Sí; sí lo había hecho.

***

Era una noche de lluvia, pero de esas lluvias chiquitas, molestas. El frente de la comisaría lucía tranquilo, con dos patrulleros en la puerta y un hombre, de civil, que fumaba un cigarro en la entrada.
Hijitus, a la distancia, intentó reconocer si se trataba de uno de los policías del puente, pero no tenía forma de hacerlo. Su recuerdo era vago; apenas había alcanzado a verlos. Y ahora estaba tan lejos como aquella vez.
Secuestrar al comisario en la puerta de la comisaría no parecía un plan brillante. Pero después de que atacaran su casa comprendió que haber acudido a Oaky para obtener información había sido un error grosero de su parte.
¿Quién, sino ese enano hijo de puta, podría haber puesto al comisario sobre aviso?  Oaky Goldsilver lo tenía que haber traicionado, y todo por una antigua historieta con una minita que ya no le importaba a nadie.
Oaky y la puta que te parió, pensaba Hijitus ahora, escondido detrás de un árbol, vigilando la entrada de la comisaría. Le parecía que la traición de su viejo amigo era, en relación con la suya propia de tantos años atrás, mucho más grave y peligrosa.
Mientras observaba unos autos estacionados sobre el cordón de la vereda, a unos metros del edificio, pensó por trigésima vez, sin embargo, que existía la posibilidad de que Oaky no hubiera hablado con Mosconi, de que tal vez este último hubiese actuado por su cuenta simplemente para enviarle un mensaje, una amenaza, volando todas las ventanas del frente de su casa.
Uno de esos autos debía ser el del comisario, lo sabía. Tenían lindos autos esos hijos de puta. Al cabo de un rato Mosconi salió con una llave en una mano y un pedazo de torta en la otra. Debían haber estado festejando un cumpleaños.
Con pasos largos y seguros se dirigió hacia un Chevrolet azul marino cuyas luces se encendieron por un instante cuando el tipo le quitó la alarma. Simultáneamente se oyó un pitido: cuá cuá. Eran las diez y media. Hijitus volvería las noches siguientes. Ya sabía qué hacer.

***

-La verdad, Hijitus, nunca pensé que tendrías huevos para esto. Siempre fuiste medio putito vos.
-Metete en el auto, Mosconi. O te hago mierda acá nomás.  
El comisario se sentó al volante. Sentía la punta del chumbo entre las costillas.  
-Dale, la concha de tu madre. Destrabá las puertas.
Mosconi obedeció e Hijitus saltó, en un solo movimiento, al asiento trasero. Le apoyó el arma en la cabeza y le ordenó que arrancara.
-¿A dónde vamos, campeón?
-A un lugar tranquilo, jefe. Vos y yo vamos a charlar un rato.
En una calle de tierra, oscura y sin casas a los lados, Hijitus lo esposó y lo arrastró fuera del auto. Lo arrojó al suelo, lo pateó un rato, y finalmente lo amordazó para meterlo en el baúl.
Después estuvo manejando un rato, convencido de estar haciendo lo correcto. Nadie los había visto, nadie sabía a dónde iban, y nadie podría encontrarlos. Si el comisario no se resistía demasiado, sería una tarea fácil: Obtendría los nombres de los tipos, los mataría, recogería a Pichichus y saldrían del país. A Uruguay, seguramente.
En retrospectiva, este plan continuaba pareciéndole el más sensato del mundo. No podía entender cómo mierda fue que todo se le había ido al carajo. Recordaba el rostro de Mosconi, algo deformado por los golpes, cubierto de sangre, y su obstinación enfermiza por permanecer en silencio. Hijitus llegó a pensar que al comisario le excitaban sus golpes, le endurecía la verga al extremo que le pegaran una, y otra, y otra vez. Porque sino no podía explicarse que alguien se negara tan rotundamente a dar una sencilla información que, para colmo, no le incidía en lo más mínimo.
  Un yuta que no quería vender a sus amigos. A Hijitus se le reían las dos pelotas juntas. Los yutas corruptos no tienen códigos. Y a decir verdad, ¿qué yuta no es corrupto?, pensaba Hijitus. Todo cana es corrupto. Todos ellos imponen la fuerza de un orden que destruye el mundo al que pertenece. Pero el yuta es corrupto porque no quiere pertenecer a ese mundo. No. Él no quiere ser parte de la plebe. Y como no tiene otra cosa que vender a parte de su fuerza bruta, es todo lo que ofrece al orden: fuerza bruta. Vende su conciencia de clase por un chumbo y una obra social.


Muy bien. Entonces el pobre Hijitus va a tener que pensar en una nueva forma de justicia. Va a tener que limpiarse la cara, la barba, los ojos, el culo y el alma. Se levanta de su cama. Le tiemblan un poco las piernas, se tambalea y cae al suelo. Siento olor a vómito, pero no recuerda haber quebrado. Es decir, no recuerda haber quebrado aún más. Unos rayos de sol matutino entran por la persiana como un montón de rayos láser disparados en una cámara oscura y lastiman sus ojos. ¿Dónde carajos está Mosconi? Se pregunta Hijitus. ¿Qué pasó con Mosconi?

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