-Boludo, conozco mucha gente; pero
son todos de acá. Con zona sur no tengo nada que ver. Ese tal Mosconi que me
decís, la verdad es que no lo registro, pero si querés te averiguo: seguramente
alguien pueda tirarme una data. ¿Podés aguantar hasta el viernes?
-Sí, claro. Gracias, Oaky. Cuento
con vos entonces. Un gusto volver a oírte.
-El gusto es mío, Hijitus. Aunque
siempre supe que un día volveríamos a hablarnos. ¿Tus cosas cómo andan?
Hijitus quería colgar. No le
agradaba demasiado la idea de reavivar la relación con su viejo amiguito, ahora
devenido en la cabeza de una exitosa firma de abogados.
-Bien.- Le contestó. –Pichichus está
con mi vieja hace unos días. No quiero meterlo en este quilombo.
-Claro, seguro.- Concedió Oaky.
-Desde que vinimos a la ciudad la
cosa se puso bastante fulera.
Oaky rió.
-Y si- dijo. -Acá no es lo mismo que
allá, cabeza. ¿Cuándo se vinieron?
-Hace un par de años, cuando murió
el Comezario, allá en el pueblo.
-¿Vas a volver?
-No lo sé. Probablemente. Cuando
pase todo esto.
Hijitus se dio cuenta de que estaba
soltando demasiada información. Después de todo, hacía muchos años que no se
hablaban y no sabía si podía confiar en él. No después de todo lo que había
pasado.
-Esta ciudad no es para todos,
Hijitus. Te va comiendo por dentro. Si no encontrás la forma de sobrevivirla,
te tenés que rajar. Si ya te diste cuenta, hacelo cuanto antes. Después va a
ser demasiado tarde. Además, no podés comparar toda esta locura con nuestro
querido pueblito. Quién te dice, quizás hasta yo me vuelva para allá.
-Tu viejo, ¿cómo anda?
Oaky volvió a reír.
-El viejo Goldsilver.- Y reía. –Es
indestructible ese hijo de puta.
Colgó y le quedó un sabor amargo.
Pensó que podía ser un poco la nostalgia de su pueblo, de Trulalá, el recuerdo
del Comezario, de Goldsilver; el recuerdo de todo lo que había desaparecido. El
de la vecinita de enfrente.
Estaba seguro de que su viejo amigo
tampoco se habría olvidado. Esas cosas no se olvidan. Pero no podía asegurar
con la misma facilidad que Oaky le guardara aún algún rencor por toda aquella
historia. Al fin y al cabo se reducía a un ya lejano problema entre
adolescentes, a una mega boludez del pasado.
Sin embargo, aquel rollo entre tres
pendejos calentones había sido suficientemente grave como para que nunca más
volvieran a hablarse. Hijitus lo sabía, aunque quisiera engañarse creyendo que
se trataba de una nimiedad. Era una mega boludez muy grave, de esas que dejan
marcas.
Él mismo -pensaba después de hablar
con Oaky, mientras se preparaba un sánguche de queso y tomate para la cena- se
había descubierto pensando en la vecinita de enfrente durante todos esos años.
Largos años de volver a aquel drama ridículo y a aquel amor.
Primero veía a la vecinita en la
puerta de la mansión de los Goldsilver, con su jumper del secundario, dos
colitas de pelo rojo, un chupetín en la boca y la carpeta y el libro apretados
contra el bléiser a la altura del pecho. Todavía le hervía la sangre como a un
toro en la arena cuando evocaba aquel cuadro.
Y sus piernas, como de marfil, las
medias azules por las rodillas, los ojos de toda Trulalá metidos debajo de su
pollera.
Oaky la paseaba por todos lados y
ella iba siempre callada. No parecía ser feliz junto al hijo del millonario del
pueblo, e Hijitus sospechaba que los padres de la chica favorecían y hasta
forzaban la relación por conveniencia económica.
Goldsilver, que era un tipo siempre
tan correcto, no parecía oponerse a esta fantochada, quizás para no granjearse
el rechazo y el odio de su único heredero. Pero lo cierto es que en cierta
ocasión, durante una cena de Navidad que la acaudalada familia brindó en la
plaza de Trulalá, Hijitus lo descubrió mirándole el culo a la piba con impune
alevosía.
No dijo nada, pero a los pocos días
la encontró casualmente a la salida del colegio, llorando en el cordón de la
vereda a unas pocas cuadras de su casa. Se acercó a ella y le preguntó si podía
sentarse a su lado.
-Vos sos muy bueno, Hijitus.- Le
dijo ella, pasándose un pañuelo por los ojos. -Pedís permiso hasta para
sentarte.
-Lo voy a tomar como un cumplido- Le
respondió entre risas, y se sentó.
Pero la piba no sonrió siquiera. En
cambio, le dirigió una mirada profunda, secreta, destructiva.
-Mis padres insisten en que debo ser
la novia de Oaky porque su familia tiene plata, pero a mí me gustás vos,
Hijitus. ¿Por qué mierda vivís en un caño?
-Yo… no sé…
-Quiero decir, no te enojes, pero
siempre estás ayudando a todos. Todo este pueblo se vendría abajo si vos no
estuvieras, y nadie te da nada a cambio. No te pagan, no te ayudan. Y vos
seguís al servicio de ellos.
Hijitus no sabía qué decir. Quiso
darle una respuesta coherente que justificara su miserable pobreza, pero antes
de que pudiera darse cuenta, la piba se le tiró encima y le comió la boca.
Sintió el gusto a chicle de frutillas y a los diez segundos tenía la verga tan
dura como un lingote de oro.
-Vamos a mi casa- Le dijo, y ella
aceptó.
Alguien (nunca supo quién) debió
haberlos visto, porque al otro día todos en Trulalá se habían enterado.
***
Si uno le preguntaba a Hijitus cuál
era su idea del amor, él respondía que los era el motor que movilizaban los
sentimientos de amistad y justicia. Tardó en descubrir que ambas cosas no
pueden ir de la mano, que no se puede ser fiel a los amigos y justos con ellos
a la misma vez.
¿Por qué traicionó a Oaky? Durante
mucho tiempo Hijitus protegió su propio ego pensando que su amigo se merecía lo
que le había pasado, por egoísta y por pelotudo. Decía que haberse acostado con
su novia fue lo mismo que impartir una especie de castigo. Oaky tenía que
aprender la lección: su novia, y las demás personas, no eran objeto de su
posesión.
Evidentemente Oaky no era de la
misma opinión.
Lo que sucedió después precipitó los
acontecimientos. Oaky fue hasta el caño donde vivía Hijitus, al grito de ¡lompo
lalma!, y quiso pelear con él. Era la mejor época para Súper Hijitus.
Atravesaba su sombrero de linyera y se convertía en una bola de músculos capaz
de aboyar la coraza de un submarino nuclear. La paliza que recibió Oaky no duró
ni un minuto. Por suerte para él, enseguida intervino el Comezario y lo hizo
repimporotear para el calabozo.
Al día siguiente Goldsilver pagó la
fianza y se lo llevó a la ciudad, lejos del escarnio público. Nunca más
volvieron al pueblo.
Un tiempo después, Larguirucho logró
que Hijitus recapacitara un poco. Solamente un poco. Le dijo que a los amigos
esas cosas no se les hacen.
-Primero le zarpaste la novia y
después lo cagaste a trompadas. Y encima lo metieron en cana.
-Sí, Larguirucho, pero el Oaky
estaba haciendo muy mal las cosas. Alguien lo tenía que parar.
-Y en vez de ir a hablar con él, lo
mejor que se te ocurrió fue ir y garcharte a su novia.
Hijitus sabía que el tipo tenía
razón.
-Yo no fui. Ella vino.
-Y yo no te vi salir corriendo. Sos
un garca, loco.
En ese momento no le preocupó que
Larguirucho se las tomara, casi llorando, ofendido. Siempre volvía. Era medio
boludo. Pero era buen amigo.
Hijitus se quedó pensando un tiempo,
al cabo del cual le mandó una carta intentando explicarse y, de alguna manera,
disculpándose, pero Oaky nunca le respondió. La vecinita de enfrente y sus
padres también se fueron del pueblo, perseguidos por los murmullos y las
acusaciones de las vecinas más ladinas. Algunos dicen que se mudaron a Ramallo;
otros, a Lincoln. Pero la verdad es que a nadie dijeron adónde.
La noche del viernes, tres días
después de haber contactado con Oaky, Hijitus esperaba su llamado. Afuera una
luna gorda y redonda alumbraba las calles de tierra, donde el aire mezclaba el
aroma de los jacarandaes con el de lejanos basurales y la mugre de las veredas
imaginarias.
Para matar el tiempo, se empeñaba en
un solitario con cartas españolas sobre la mesa ratona del living, que era, a
decir verdad, un cajón de verduras. Lo rodeaban colillas de cigarrillos y bollos
de papel. Una botella aquí, otra allá. Todas vacías excepto la que estaba junto
a él.
Hacia las doce comenzó a dudar de la
promesa de su amigo, pero apenas pasada la medianoche sintió un auto doblando
en la esquina. No supo por qué, pero enseguida entendió que era para él. Saltó
del sillón, apagó las luces del frente y se escondió detrás de la persiana,
logrando espiar hacia afuera por entre las rendijas de abajo, en cuclillas.
El coche fue aminorando la marcha a
medida que se acercaba. Parecía que venían estudiando el frente. Hijitus
observaba con desconfianza. Se lamentaba, por un lado, de que Pichichus
estuviera tan lejos; en estas situaciones podía mandarlo a investigar los
movimientos de afuera. Pero sabía que era mejor así. Que estuviera a salvo.
Esto no era como sus viejos días en el campo. Sólo ocurría que lo extrañaba más
que a nada en el mundo.
Sin saber bien qué hacer, se refugió
lo más que pudo contra la pared, oculto detrás de la persiana, y esperó. Afuera
el viento latía en silencio, impregnando la noche con un ligero aroma a
peligro. Hijitus sintió un extraño dolor en la entrepierna, la sangre
atorándosele en el cuello. Sentía, como nunca, que la muerte era una amenaza
real.
De pronto el aire se cortó en un
estruendo y saltó en pedazos. Una ráfaga de ametralladora hizo volar los
vidrios de las ventanas. Las paredes estallaban por todos lados. Fragmentos
arrancados se rompían por todas partes.
Hijitus se arrojó al suelo
instantáneamente y se cubrió la cabeza. Le parecía incluso oír el silbido de
las balas pasando a pocos centímetros de distancia. Le dolía, por todo el
cuerpo, la impresión de estar siendo lacerado por miles de pequeñas astillas de
vidrio.
Fueron unos segundos, apenas, pero
sintió como si un trueno no terminara nunca de caer encima suyo. En seguida se
detuvo, sin embargo, y en la quietud emergente escuchó que alguien gritaba:
-¡Hijitus y la concha de tu madre!
No supo quién era.
***
No me animaba, Pichichus, a
restablecer la justicia. Me pesaba la mano para impartirla. Porque en el
pueblo, allá era muy fácil. Pero acá, Pichichus; vos viste cómo era acá. La
gente tiene tantas necesidades, pero casi todas son falsas. Nadie puede decir
con certeza qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, si es que puede
establecerse realmente lo que está bien y lo que está mal en este mundo.
Allá, en Trulalá, la vida era simple
y la labor de la justicia, por ende, más sencilla. El Comezario era un tipo con
criterio en el que todos confiábamos. Por eso nunca dudé en brindarle mi ayuda.
Hacer las cosas bien consistía en mantener el orden y acatar la ley, encarnados
en su figura. Si no queríamos que reinara la anarquía, simplemente debíamos
obedecerle.
Acá, un pibe le arrebata el teléfono
celular a un tipo en la calle. Antes de llegar corriendo a la esquina, lo
agarran entre cinco -incluido el dueño del teléfono- y lo revientan a golpes.
¿A quién se supone que debo castigar? ¿Al pibe? ¿A los tipos? ¿Al dueño del
teléfono? ¿Quizás a los padres de todos ellos? ¿O al fabricante? La brutalidad
no es injusticia, Pichichus; es ignorancia. ¿Cómo se castiga al bruto, al
ignorante, al alienado? ¿Hay que castigarlo?
El comisario Mosconi, ese hijo de
puta, ¿de qué crimen se supone que lo acuse? De encubrimiento, de corrupción,
de asociación ilícita. ¿De asesinato? Y sin embargo, Pichichus, no podía dejar
de verlos como oficiales de la ley. Porque en esta ciudad, querido amigo, la
brutalidad y la ignorancia son ley. Acusarlo de encubrimiento, de corrupción,
era casi como acusarlo de sobrevivir. ¿De asesinato? Yo no lo vi tirando a
nadie al río. Y sobrevivir no puede ser un crimen.
Por eso tardé, Pichichus. Tenía al
comisario en ese galpón, sabía que su gente lo buscaba, que el tiempo era
determinante, pero no sabía que vos ibas a morirte. Porque entonces sí, amigo;
Hubiera ido corriendo a tu lado para abrazarte, para decirte que no te había
olvidado. Pero la puta madre, Pichichus. Sí; sí lo había hecho.
***
Era una noche de lluvia, pero de
esas lluvias chiquitas, molestas. El frente de la comisaría lucía tranquilo,
con dos patrulleros en la puerta y un hombre, de civil, que fumaba un cigarro
en la entrada.
Hijitus, a la distancia, intentó
reconocer si se trataba de uno de los policías del puente, pero no tenía forma
de hacerlo. Su recuerdo era vago; apenas había alcanzado a verlos. Y ahora
estaba tan lejos como aquella vez.
Secuestrar al comisario en la puerta
de la comisaría no parecía un plan brillante. Pero después de que atacaran su
casa comprendió que haber acudido a Oaky para obtener información había sido un
error grosero de su parte.
¿Quién, sino ese enano hijo de puta,
podría haber puesto al comisario sobre aviso? Oaky Goldsilver lo tenía
que haber traicionado, y todo por una antigua historieta con una minita que ya
no le importaba a nadie.
Oaky y la puta que te parió, pensaba
Hijitus ahora, escondido detrás de un árbol, vigilando la entrada de la
comisaría. Le parecía que la traición de su viejo amigo era, en relación con la
suya propia de tantos años atrás, mucho más grave y peligrosa.
Mientras observaba unos autos
estacionados sobre el cordón de la vereda, a unos metros del edificio, pensó
por trigésima vez, sin embargo, que existía la posibilidad de que Oaky no
hubiera hablado con Mosconi, de que tal vez este último hubiese actuado por su
cuenta simplemente para enviarle un mensaje, una amenaza, volando todas las
ventanas del frente de su casa.
Uno de esos autos debía ser el del
comisario, lo sabía. Tenían lindos autos esos hijos de puta. Al cabo de un rato
Mosconi salió con una llave en una mano y un pedazo de torta en la otra. Debían
haber estado festejando un cumpleaños.
Con pasos largos y seguros se
dirigió hacia un Chevrolet azul marino cuyas luces se encendieron por un
instante cuando el tipo le quitó la alarma. Simultáneamente se oyó un pitido: cuá
cuá. Eran las diez y media. Hijitus volvería las noches siguientes. Ya
sabía qué hacer.
***
-La verdad,
Hijitus, nunca pensé que tendrías huevos para esto. Siempre fuiste medio putito
vos.
-Metete en el auto,
Mosconi. O te hago mierda acá nomás.
El comisario se sentó al volante. Sentía la punta del chumbo entre las costillas.
-Dale, la concha de tu madre. Destrabá las puertas.
El comisario se sentó al volante. Sentía la punta del chumbo entre las costillas.
-Dale, la concha de tu madre. Destrabá las puertas.
Mosconi obedeció e
Hijitus saltó, en un solo movimiento, al asiento trasero. Le apoyó el arma en
la cabeza y le ordenó que arrancara.
-¿A dónde vamos,
campeón?
-A un lugar
tranquilo, jefe. Vos y yo vamos a charlar un rato.
En una calle de
tierra, oscura y sin casas a los lados, Hijitus lo esposó y lo arrastró fuera
del auto. Lo arrojó al suelo, lo pateó un rato, y finalmente lo amordazó para
meterlo en el baúl.
Después estuvo
manejando un rato, convencido de estar haciendo lo correcto. Nadie los había
visto, nadie sabía a dónde iban, y nadie podría encontrarlos. Si el comisario
no se resistía demasiado, sería una tarea fácil: Obtendría los nombres de
los tipos, los mataría, recogería a Pichichus y saldrían del país. A Uruguay,
seguramente.
En retrospectiva,
este plan continuaba pareciéndole el más sensato del mundo. No podía entender
cómo mierda fue que todo se le había ido al carajo. Recordaba el rostro de
Mosconi, algo deformado por los golpes, cubierto de sangre, y su obstinación
enfermiza por permanecer en silencio. Hijitus llegó a pensar que al comisario
le excitaban sus golpes, le endurecía la verga al extremo que le pegaran una, y
otra, y otra vez. Porque sino no podía explicarse que alguien se negara tan
rotundamente a dar una sencilla información que, para colmo, no le incidía en
lo más mínimo.
Un yuta que
no quería vender a sus amigos. A Hijitus se le reían las dos pelotas juntas.
Los yutas corruptos no tienen códigos. Y a decir verdad, ¿qué yuta no es
corrupto?, pensaba Hijitus. Todo cana es corrupto. Todos ellos imponen la
fuerza de un orden que destruye el mundo al que pertenece. Pero el yuta es
corrupto porque no quiere pertenecer a ese mundo. No. Él no quiere ser parte de
la plebe. Y como no tiene otra cosa que vender a parte de su fuerza bruta, es
todo lo que ofrece al orden: fuerza bruta. Vende su conciencia de clase por un
chumbo y una obra social.
Muy bien. Entonces
el pobre Hijitus va a tener que pensar en una nueva forma de justicia. Va a
tener que limpiarse la cara, la barba, los ojos, el culo y el alma. Se levanta
de su cama. Le tiemblan un poco las piernas, se tambalea y cae al suelo. Siento
olor a vómito, pero no recuerda haber quebrado. Es decir, no recuerda haber
quebrado aún más. Unos rayos de sol matutino entran por la persiana como un
montón de rayos láser disparados en una cámara oscura y lastiman sus ojos.
¿Dónde carajos está Mosconi? Se pregunta Hijitus. ¿Qué pasó con Mosconi?
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