Si para Borges la memoria
constituía un laberinto, entonces Hijitus estaba tan perdido que ni siquiera hallaba
la entrada todavía. No sólo era incapaz de recordar; a decir verdad, los
recuerdos le asaltaban arbitrariamente en cualquier momento y en cualquier
orden. Al de las largas piernas de la vecinita de enfrente y aquellos ruidosos
carnavales en el pueblo, le seguían el de la jeta reventada de Mosconi, el
sobrevuelo fatídico sobre Puente Viejo, la voz de Larguirucho al otro lado del
teléfono.
Debían haber pasado dos
semanas desde que Mosconi atacara su casa. Oaky no había vuelto a comunicarse
con él, y en la televisión no hablaban de otra cosa que de la desaparición del
comisario. Los medios afirmaban que podía tratarse de un ajuste de cuentas,
otros, que de un mensaje del narco. Hijitus aún no volvía a su casa porque Oaky,
ese enano botón, podía dar aviso a la policía y entonces todo se habría
acabado. En cambio, permanecía oculto en una pensión en el barrio de San Telmo,
barrio de guapos y turistas japoneses.
Una mañana le golpean la
puerta.
-Che, Pibitus- (porque así
se hacía llamar en esos días) -Parece que tenés un llamado.
La casera de la pensión, una
señora grandota, algo sucia pero inusualmente amable, le indicó dónde estaba el
teléfono. Hijitus sabía de quién se trataba, porque su vieja podía haberle dado el
número a una sola persona, la única que podía ubicar a su vieja.
-¿Larguirucho?- Dijo.
-Hablá más fuerte que no te
escucho.
Los dos rieron durante un
largo rato. Demasiado tiempo habían pasado sin hablarse.
-Tu vieja me pidió que te
dijera que estaba todo bien. Qué cuándo te vas a llevar al perro.
-Estoy metido en un quilombo
groso, amigo. Creo que puede llevarme unos cuántos días resolverlo.
-No te preocupes, Hijitus.
Va a estar todo bien. ¡Si vos siempre salís bien parado en todos los tiros!
Pero contame, chamigo. ¿Qué quilombo es este que armaste?
-No quiero comprometerte,
Larguirucho.
-¡Ma! ¿Qué comprometerme ni
qué comprometerme? ¿Somo amigo o no somo amigo?
Hijitus miró alrededor y vio
algunas caras sospechosas merodeando demasiado cerca. Gente dudosa que se
alojaba en la pensión, igual que él.
-No puedo contarte mucho
desde acá- Dijo, y luego bajó la voz: -¿pero escuchaste hablar del caso
Mosconi?
-Jujuja jujaju!!!
-No le cuentes a nadie,
Larguirucho; no seas boludo.
-¿Que si escuché hablar? ¡Es
trendin topi en las redes!
-El tipo es un asesino,
Larguirucho. Y tengo que encontrar a tres de sus amigos.
-¡Pero dejate de joder,
Hijitus! ¿Por qué no vas con tu vieja y con Pichichus, que te necesitan?
-Haceme el favor de
cuidarlos un tiempito. Yo tengo que resolver esto. Dame algunos días. ¿Cuento
con vos?
Larguirucho se quedó un rato
en silencio, pero en seguida volvió a gritar.
-¡Más vale que contás
conmigo! ¿Con quién te pensás que estás hablando? ¿Somo amigo o no somo amigo?
Después de colgar, Hijitus
decidió que esa tarde iría al galpón donde lo tenía a Mosconi. Hacía por lo
menos treinta y seis horas desde la última visita, y tenía que empezar a
acelerar los trámites.
Se tomó el tren en Once (ya
no quería volar) y se bajó casi una hora después en la estación de Merlo. Un
colectivo ruinoso que iba saltando entre las veredas y los baches lo llevó
hasta la ruta, y aún entonces anduvo un rato antes de bajarse.
A los costados sólo había terrenos
baldíos y calles de tierra salpicadas de construcciones abandonadas de ladrillo
a la vista y techos de chapa, viejos locales comerciales, oscuros y perdidos, de
los que entraban y salían, muy lentamente y de vez en cuando, individuos de
aires primitivos y amenazantes.
Dobló en una de las calles y
caminó durante casi media hora, dejando atrás el barrio, hasta llegar a un
complejo de almacenes que habían dejado de funcionar hacía muchos años. En uno
de esos estaba Mosconi, aguardando.
Metió la llave en el candado
de la puerta, luego otra en la cerradura, y empujó con fuerza. La puerta se
abrió y en seguida un olor extremo lo rodeó y casi lo voltea; una mezcla de
orina y carne hinchada por las moscas. Ahí estaba el comisario. Se había caído
con la silla hacia un costado, quizás intentando zafarse.
Hijitus no tuvo que mirarlo
demasiado para entender que estaba muerto. Sin embargo se acercó
cautelosamente, relojeando hacia los costados, como si alguien fuera a sorprenderlo
de golpe, y se agachó junto al cuerpo para inspeccionarlo detenidamente.
La cara parecía un globo
violeta. El pelo se le convertía en paja seca. Quieto, como un perro abierto al
costado de la ruta, estaba tibio aunque no sabía si por la cercanía del deceso
o por la actividad de las bacterias que habían empezado su tarea.
Pudo haber muerto
desangrado. No tenía golpes en la cabeza (aparte de los que él le había dado).
O quizás le había dado un infarto intentando aguantar para no cagarse. De
cualquier forma toda la operación estaba jodida, y el hijo de puta de Mosconi había
tenido razón: Hijitus no servía para esto, no tenía mano ni cabeza para la tortura.
Su enemigo se llevaba los
tres nombres. Y aún peor: su confianza en sí mismo.
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