El comisario Mosconi, que
supo ser un verdadero guapo en el arte de torturar gente, no podía creer que un
ciruja malagradecido lo tuviera encanutado en un galpón roñoso, perdido vaya a
saber uno en qué barrio mugriento del conurbano bonaerense.
De vez en cuando, sin que
nada más se oyera, le llegaba un rumor de camiones atravesando una ruta. Parecían
estar lejos, pero probablemente fuera esa su única conexión con el mundo real,
y su única salida.
Atado de pies y manos,
cagado y meado encima, el comisario Mosconi yacía semiconsciente sobre una
silla de metal a la cual se encontraba sujeto.
Recordaba, mientras tanto,
las épocas de oro, cuando era él quien repartía los palos. Él sí que conocía el
oficio. Hijitus, en cambio, no tenía pasta para esto. No sabía administrar la
fuerza. A veces lo golpeaba tan fuerte que terminaba desmayándolo, interrumpiendo
el proceso de extracción de datos.
-Vas a darme los nombres de
esos tres hijos de puta.
-Chupame la pija, Hijitus.
Un golpe en la cabeza y el
comisario era puesto a dormir por un buen rato.
-Ya te lo dije, Pijitus.
Parece que no entendiste. Yo no estoy solo. Si te doy esos nombres, estoy
muerto. Hay gente mucho más poronga que vos y yo metida en todo esto.
-Si no me los das, también
vas a estar muerto.
- Vos no podés matar a nadie,
gil. No tenés huevos.
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