A eso de las cinco de la
tarde entró en la oficina del comisario Mosconi. El tipo estaba sentado detrás
de su escritorio, esperándolo con una sonrisa en el rostro y un 38 en el cajón
de la derecha. Era un yuta cabronazo, de esos con los que no se jode. Debía
medir metro noventa, el cabello negro y espeso como la noche engominado hacia
atrás. Mostacho stalinista pasado de moda y gesto cansado en los ojos. De la
boca le pendía al borde un cigarrillo.
En cuánto difería de su
viejo amigo el Comezario del pueblo (que en paz descanse), eso Hijitus ya lo
sabía; había ido para comprobarlo.
-Comisario, necesito los
nombres de los tres oficiales que estaban anoche en Puente Viejo, cuando usted
me pidió que fuera.
-Pasá, Hijitus, sentate.
Ponete cómodo. ¿Querés tomar algo? ¿Un café? ¿Agua?. Por ahí te vendría bien
algo más fuerte. ¿Un whisky?
Hijitus dijo que no. Nunca
tomaba enfrente de otros; no quería que se sospechara públicamente de su
afición. El comisario volvió a señalarle el asiento.
-Solamente necesito esos
tres nombres, Mosconi.- Respondió sin hacerle caso. –Me da esos tres nombres y
yo no lo jodo más.
El otro aplastó el
cigarrillo en el cenicero y sonrió.
-¿Qué pasó, Hijitus? ¿Para
qué los querés?
Hijitus se apoyó con ambas
manos sobre el escritorio y bajó la voz.
-Esos tres, tiraron dos
pibes al río, Mosconi.
El comisario, sin moverse,
transmutó de pronto su rostro en una roca. Era una mirada impenetrable que se
le clavaba en el entrecejo como la punta de una estalactita.
-No te los voy a dar,
Hijitus. Esa es una acusación muy jodida, y no me vas a romper las pelotas.
-Tienen que pagar.
-Esos pendejos eran dos
bolsas de mierda adictos al paco. Se la pasaban jodiendo al prójimo. Nosotros
solemos ayudar a esos guachos, los protegemos. Pero estos dos pelotudos no se
querían dejar.
-O sea que no querían afanar
para ustedes.
Mosconi abrió lentamente el
cajón de la derecha y sacó el chumbo. Mirándolo a los ojos, lo apoyó suavemente
sobre el escritorio.
-Mirá, amigo.- le dijo
–Nosotros estamos laburando. No tenemos superpoderes, ni superamigos, ni la
concha de la lora. Somos laburantes.- Remarcó sílaba por sílaba aquella última
palabra. Hizo una pausa y luego siguió: -Cada quien hace su lucha, Hijitus. Vos
dejanos a nosotros la nuestra, porque sino, por los dos fiambres de anoche, vas
a tener que responder vos. No estoy solo en esto, fufú, así que no hagas
ninguna boludez porque el chucuchucu te lo vamos a meter en el orto.
¿Entendiste?
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