Eran las dos de la mañana y el
televisor había quedado encendido. Hijitus estaba tirado sobre el sillón. Se
había dormido sin querer. El control remoto colgaba de su mano y en el suelo,
junto a sus pies, se calentaba una botella de licor de durazno. El calor le
había obligado a quitarse la remera, el pantalón; el sombrero hacía ya mucho
tiempo no lo usaba. Hijitus roncaba. Había migas de papas fritas pegadas a su
barba.
Eran las dos de la mañana cuando
sonó el teléfono. Lo escuchó desde el fondo de algún sueño que en seguida
olvidó. Hacía varios meses que no recibía un solo llamado. Por eso permaneció
inmóvil un momento, observando el aparato, oyendo el timbre como si del otro
lado lo estuviese esperando la muerte para indicarle alguna cosa, para romperle
las pelotas como tantas otras veces.
Oyó el timbre, miró el aparato, y al
cabo de un rato de permanecer inmóvil, se pasó la mano por la cara, se puso de
pie, se acomodó el bulto dentro del bóxer y se tambaleó, lentamente, hasta alcanzar
el tubo. No contestó, no dijo nada. Esperó a que la voz llegara del otro lado.
-¿Hijitus?- Era una mujer. -¿Estás
ahí? ¿Hola?
Le pareció reconocerla, pero no
podía creerlo. Puso el auricular delante de sus ojos para comprobar si en
verdad la voz salía desde ahí. Sentía como si aún no hubiera despertado del
todo. Luego se acercó una vez más el tubo a la jeta.
-Vieja, ¿sos vos?- Dijo.
Hubo un silencio y la mujer rompió
en llanto.
-¡Si, Hijitus! ¡Sí! ¡Soy mamá!
Como no podía creerlo, estuvo a
punto de colgar. Fue un instante, un impulso. Terminé de volverme loco, pensó.
Tomé demasiado licor de durazno, quizás.
-¿Qué pasó, vieja? ¿Dónde estás?
La tipa no podía dejar de llorar.
-Tenés que venir, Hijitus.- Le dijo.
- Es Pichichus. Se murió. Pichichus se murió.
Es el final, pensó, y en seguida
recordó, sin quererlo, sin saber cómo, la noche del último 3 de abril, cuando
acudió al llamado del nuevo comisario de Berazategui. Había problemas en Puente
Viejo con dos pendejos armados. O eso le habían dicho. Pero cuando llegó al
lugar ya era tarde. Tres policías estaban tirando a uno de los pibes al río.
Esposado. Al otro no se lo veía por ningún lado. Observó toda la escena desde
el aire, mientras volaba acercándose al lugar. Primero le metieron una buena
trompada en el estómago, después una patada en el culo, y a la mierda, lo
tiraron así nomás, como a una bolsa de papas.
Volvió a su casa sintiendo cómo el
viento arrancaba las lágrimas de sus ojos. Una náusea feroz le daba vuelta el
estómago. Agarró la botella de Criadores, se desnudó en el baño y se metió en
la ducha. Pensaba que tenía que matar a esos tres canas, él, que siempre había
sido un fiel servidor, un ayudante incondicional de la institución policial.
Matar a tres de ellos.
Bebió durante una hora, apoyado
contra la pared, dejando que el agua tibia le corriera por el rostro. Al cabo
oyó un movimiento en la puerta del baño y se asomó por detrás de la cortina.
Era Pichichus, que iba a cuidarlo.
***
A eso de las cinco de la tarde entró
en la oficina del comisario Mosconi. El tipo estaba sentado detrás de su
escritorio, esperándolo con una sonrisa en el rostro y un 38 en el cajón de la
derecha. Era un yuta cabronazo, de esos con los que no se jode. Debía medir
metro noventa, el cabello negro y espeso como la noche engominado hacia atrás.
Mostacho stalinista pasado de moda y gesto cansado en los ojos. De la boca le
pendía al borde un cigarrillo.
En cuánto difería de su viejo amigo
el Comezario del pueblo (que en paz descanse), eso Hijitus ya lo sabía; había ido
para comprobarlo.
-Comisario, necesito los nombres de
los tres oficiales que estaban anoche en Puente Viejo, cuando usted me pidió ayuda.
-Pasá, Hijitus, sentate. Ponete
cómodo. ¿Querés tomar algo? ¿Un café? ¿Agua? Por ahí te vendría bien algo más
fuerte. ¿Un whisky?
Hijitus dijo que no. Nunca tomaba
enfrente de otros; no quería que se sospechara públicamente de su afición. El
comisario volvió a señalarle el asiento.
-Solamente necesito esos tres
nombres, Mosconi.- Respondió sin hacerle caso. -Me da esos tres nombres y yo no
lo jodo más.
El otro aplastó el cigarrillo en el
cenicero y sonrió.
-¿Qué pasó, Hijitus? ¿Para qué los
querés?
Hijitus se apoyó con ambas manos
sobre el escritorio y bajó la voz.
-Esos tres, tiraron dos pibes al
río, Mosconi.
El comisario, sin moverse, transmutó
de pronto su rostro en una roca. Era una mirada impenetrable que se le clavaba
en el entrecejo como la punta de una estalactita.
-Esa es una acusación muy jodida, Hijitus.
No estoy seguro de que pueda dártelos, ¿sabés? No sé si me gusta la idea de que
vengas así nomás a romperme las bolas.
-Tienen que pagar.
-Esos pendejos eran dos bolsas de
mierda adictos al paco. Se la pasaban jodiendo al prójimo. Nosotros solemos
ayudar a esos guachos, los protegemos. Pero estos dos pelotudos no se querían
dejar.
-O sea que no querían afanar para
ustedes.
Mosconi abrió lentamente el cajón de
la derecha y sacó el chumbo. Mirándolo a los ojos, lo apoyó suavemente sobre el
escritorio.
-Mirá, amigo.- le dijo. -Nosotros
estamos laburando. No tenemos superpoderes, ni superamigos, ni la concha de la
lora. Somos laburantes. -Remarcó sílaba por sílaba aquella última palabra. Hizo
una pausa y luego siguió: -Cada quien hace su lucha, Hijitus. Vos dejanos a
nosotros la nuestra, porque sino, por los dos fiambres de anoche, vas a tener
que responder vos. No estoy solo en esto, fufú, así que no hagas ninguna
boludez porque el chucuchucu te lo vamos a meter en el orto. ¿Entendiste?
Salió de la oficina mientras el otro
todavía le hablaba. La situación era tan delicada como esperaba.
***
No tuvo que pensarlo más que esa
noche, recordaba ahora mientras su vieja sollozaba al otro lado del teléfono,
como si llamara desde otro planeta. A la mañana siguiente agarró al animal, le
dijo vení, Pichichus, vamos a dar una vuelta. Lo subió al Renault 12 y encaró
para la ciudad.
-Tengo que hacer algunas cosas- Le
explicó durante el viaje - y no puedo con vos al lado mío.
Pichichus lloriqueaba, mirando por
la ventanilla del acompañante. Quizás le doliera la incertidumbre, no saber lo
que pasaría con él. Pero sin duda su mayor tristeza era esa repentina
separación. Desde que se habían mudado a ese barrio de mierda Hijitus ya no era
el mismo. Puteaba, chupaba whisky. Pero nada le hubiera indicado al Pichichus
que el final de aquella amistad incomparable estaba a la vuelta de la esquina,
porque entre ellos nada había cambiado ni parecía que fuese a cambiar nunca.
Algo muy grave debía haber sucedido.
Antes del mediodía hicieron el
traspaso. El sol en las calles de Devoto les pareció pobre y gastado. Hijitus
le dio unos mangos a su vieja, a cuenta de los gastos del perro. Le dijo que
iba a mandarle guita todos los meses, para que ella no tuviera que hacerse
cargo, y para asegurarse de que al animal no le faltara nada. Ella le contestó
que no se preocupara.
Pero Hijitus no podía preocuparse;
Tenía asuntos muy pesados que atender. Le dio una última y rápida caricia al
perro, justo en la cabeza; le dijo que volvería por él.
-Hijitus, ¿estás ahí?
-Si, vieja.
-¿Por qué, mi amor?
-¿Por qué, qué cosa?
-¿Por qué nunca viniste a verlo?
Hijitus se mordió el labio inferior
para no llorar.
-Porque soy un cagón, viejita.
Del otro lado se intensificó el
llanto de la madre. Él alejó el tubo para no escuchar. Si seguía escuchando, se
quebraba. Siempre se quebraba. Siempre. El sueño volvía, su vieja lo seguía
llamando. No había forma de escapar, porque Pichichus moría todas las noches en
forma de sueño.
Con el tiempo había cambiado el
whisky malo por el licor de durazno, creyendo que quizás la borrachera le
indujera aquellos recuerdos y esa culpa. Pero la culpa no se iba. El licor
tampoco. Se habían ido todos. Pichichus, su vieja, Larguirucho, Oaky. Hasta él
mismo se había ido. Excepto por el licor y la culpa, no había quedado nadie.
Se castigaba, desde hacía meses,
comiendo mierda frente al televisor y dejando que el tiempo se lo llevara.
Desde la muerte de Pichichus, incluso desde antes, cuando descubrió que no se
animaba a matar a Mosconi (aunque debía), había perdido el rumbo por completo,
y lo sabía.
En la tele estaban pasando un
partido del Barça, una repetición. Se
pasó la mano por la cara y se sacudió las migas de papas fritas que le colgaban
de la barba. Miró en dirección del teléfono. Estaba ahí, quieto, lejos, en
silencio.
Cuando se paró, pateó sin darse
cuenta la botella y la derramó sobre la alfombra. La miró, dubitativo, y la
dejó allí. Luego apagó la tele, dejó el control remoto encima y se dirigió a su
cuarto. Era una noche calurosa. Quizás fuera la última.
***
El comisario Mosconi, que supo ser
un verdadero guapo en el arte de torturar gente, no podía creer que un ciruja
malagradecido lo tuviera encanutado en un galpón roñoso, perdido vaya a saber
uno en qué barrio mugriento del conurbano bonaerense.
De vez en cuando, sin que nada más
se oyera, le llegaba un rumor de camiones atravesando una ruta. Parecían estar
lejos, pero probablemente fuera esa su única conexión con el mundo real, y su
única salida.
Atado de pies y manos, cagado y
meado encima, el comisario Mosconi yacía semiconsciente sobre una silla de
metal a la cual se encontraba sujeto.
Recordaba, mientras tanto, las
épocas de oro, cuando era él quien repartía los palos. Él sí que conocía el
oficio. Hijitus, en cambio, no tenía pasta para esto. No sabía administrar la
fuerza. A veces lo golpeaba tan fuerte que terminaba desmayándolo,
interrumpiendo el proceso de extracción de datos.
-Vas a darme los nombres de esos
tres hijos de puta.
-Chupame la pija, Hijitus.
Un golpe en la cabeza y el comisario
era puesto a dormir por un buen rato.
-Ya te lo dije, Pijitus. Parece que
no entendiste. Yo no estoy solo. Si te doy esos nombres, estoy muerto. Hay
gente mucho más poronga que vos y yo metida en todo esto.
-Si no me los das, también vas a
estar muerto.
- Vos no podés matar a nadie, gil.
No tenés huevos.
Y quizás fuera
cierto. Hacía una semana que lo tenía secuestrado, y todavía no había logrado
sacarle nada. La sola idea de recurrir a la mutilación hacía que la presión le
bajara dejándolo blanco como la leche. ¿Cómo haría cuando tuviera que meterle
un balazo en la cabeza?
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